La vida en la España de los
años cuarenta era dura; muy dura. La autarquía no daba para comer. La represión
política no dejaba vivir. Luto y miedo. Casi todo salía mal. A duras penas se
sobreponían a lo que la sociedad tenía
encima.
En los cincuenta entró un poco de aire renovado. Había trigo
en algunas eras, - cuando no, Perón había mandado algo desde Argentina –. El estraperlo tenía un poco de menos libertad de
movimiento. La gente de a pie se podía estrenar un jersey hecho con aguas y
lanilla de colores.
En la mediación de la década
llegó a los colegios algo que llamaban ‘ayuda de los americanos’. Los niños
conocieron unas sustancias blancas, que disueltas en agua, se llamó “leche en
polvo”. En latas venía algo así como
mantequilla, y otra cosa que se llamaba queso.
El pueblo comenzó a sacar un
poco el cuello. La emigración – se incrementó aún más en los sesenta – supuso
un respiro económico para quienes se iban y una ruptura con las tradiciones,
con la familia… Un desarraigo porque muchos ya no volvían jamás.
El desarrollismo se abría paso. Era el inicio de los sesenta. Ya había
aparatos de radio en algunas casas.
“Matilde, Perico y Periquín” llenaba las
emisiones y las novelas de la tarde la vida social de personas que se
identificaban con la vida de aquellos protagonistas. Radio Pirenaica era la
información…
Aparecieron los primeros televisores. La tecnología entró al
hogar a modo de ‘nevera’ (todavía estaba muy lejos el frigorífico y el congelador). Aquello era ‘el no va más’.
En “Rebollo” que lo facilitaba
todo a letras se compró una nevera -
cuatro mil duros - de color blanco.
Ocupaba un gran espacio en unos de los lugares privilegiados de la casa. Llamó al
amigo. Le habló de las excelencias del invento:
-
“Se compra, dijo, un cuarto de kilo de carne, se
mete ahí … y como el primer día”
-
“Po,
por ese precio, contesto, me echa mi
mujer la carne por alto y no llega ni al
suelo”.
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