Sentado debajo de la higuera el campo es una eclosión de
vida. Están pintonas las primeras brevas. Han acudido abejas, abejorros negros
y rubios (los negros dicen que traen mala suerte), mosquitos y una piara de
moscas nuevecillas que no extrañan nada, pero que nada, nada.
Las hormigas van a los suyo. O sea, llevan palitroques secos
de la hierba que ya está agostada por un caminito hecho por ellas hacia un
hormiguero que está un poco más allá. Al igual ese hormiguero que ahora veo es
un respiradero del metro interior por el que se mueven las hormigas y yo sin
saberlo.
Han venido también los tabarros. A mí no me gustan los
tabarros. Son unos bichos inútiles pican con mucha singracia. Un amigo, que es
biólogo, está en desacuerdo conmigo y me dice que son imprescindibles para la
polinización de las plantas y esas cosas. Claro que si él, que sabe de estas
cosas, lo dice…
Los grillos son otra cosa. Cuando yo era niño y la luna, en
las noches de verano, subía por lo alto de los chopos, mi abuela decía que era
la hora de irse a la cama y, entonces, parecía que la sinfonía de grillos se
hacía más grande como si todos tocasen a la vez y nos estuviesen dando las buenas noches; las
ranas se unían y luego el sueño doblegaba al niño.
Ahora, bajo la sombra de la higuera dejo que me lleven los
recuerdos - ¡cómo aprietan los recuerdos! - mientras escucho en la barranca del Hoyo del
Conde como pían los abejarucos y en la alameda del río un zureo de tórtolas…
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