Las primeras cereza de la temporada llegaron del Jerte,
entre la Sierra de Tormantos y la de Hervás. Yo no tengo muy claro en qué se
diferencian la cerezas, de las guindas. Con las picotas no tengo dudas: son la
que no tienen el rabito.
Están las fruterías ahítas del repertorio de ciruelas
tempranas. Las hay rojas y sensuales; amarillas y dóciles como resignadas al
destino de terminar en el postre de la mesa después de pasar por el
frigorífico…
Están aquí las perillas sanjuaneras. Revoltosas, pequeñitas.
Dicen que se comen todas enteras. Da lo mismo, son tan sabrosas y tienen una
temporalidad tan corta, que hay que aprovecharlas mientras dure su permanencia;
luego, vendrá toda una gama de variedad de peras.
Por San Juan ya están las brevas ralladas, descaradas entre
hojas grandes como soles en días de verano. De puro azúcar es un néctar de dioses
que gotea como leche de una diosa en el Olimpo amamantando un dios chiquitillo
que quiere más y más y no se harta…
Salvador Rueda, aquel poeta al que Málaga consintió que se
muriese de soledad y otras cosas en La Coracha, pero esos son otros lópeces,
dijo que la sandía era algo así “como si de pronto se entreabriese el día”. Es
verdad: una eclosión de color. Antes las sandías tenían muchas pepitas y, como ahora, su pulpa
enrojecida era un alivio a sed de caminantes.
Dice el refrán de él – los refranes encierran un mucho de
verdad – que “por la mañana, oro; al medio día, plata;
por la noche, mata”. Naturalmente es el melón. Es ese chorreón de azúcar que si
ha tomado las horas que debe de sol, entonces es una pieza única.
El maestro Barbetio escribió un día: “No había probado el pepino, y supe aquel día que esa
hortaliza no estaría jamás entre mis alimentos”.
Ya ven, a los que tenemos que aprender
tanto de los maestros, en cosas como ésta ¿se nos puede permitir la
discrepancia? Con la venia, Maestro, en esto no te sigo.
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