El sol escribe en morse a través de la persiana
sobre el tablero de la mesa. Están que revientan las chicharras. No hay un alma
que se atreva a salir a la calle. Están desiertos los parques. Los pájaros se
dan el calor a buchadas y buscan cobijo bajo las hojas de los árboles; se ha
echado el aire. Es esa hora sagrada a la que en el Sur le hemos puesto nombre
propio: la siesta.
Dice la radio que el Servicio Andaluz de Salud hace
llamadas a las personas de alto riesgo, o sea enfermos crónicos, hipotensos,
cardíacos, ancianos y… para que eviten la exposición al sol, no sufran golpes
de calor y recomienda que beban agua, mucha agua.
El mundo del Sur de España durante una gran parte
del año se divide en dos: la siesta y el resto del día. En ese puñado de horas
- la siesta - las campanas del reloj del ayuntamiento tienen pereza para tocar
y así las dos, están multiplicadas; las tres son más largas; las cuatro duran
una eternidad; las cinco no terminan nunca…
Parece que a esa hora hay menos movimiento de
aviones que salen o entran al aeropuerto. El cielo está en calma; no hay trenes
que crucen el campo agostado por el calor y solo se atreven a dar vuelos
cortos, muy cortos los tabarros sobre el pilar del pozo al que se acercan contantemente
a repostar.
Me viene, al recuerdo, una anécdota que contaba
Martías Prats. Sevilla, un día primo hermano del de hoy. Real Maestranza de
Caballería; corrida de saldo y poquísimos espectadores: por el cartel, por el
ganado, por lo que estaba cayendo aquella tarde. Los pocos asistentes buscan el amparo en la zona de sombra. De
pronto, cruza el silencio una voz que
sale desde los desiertos tendidos de sol:
-
¡Hay que ver el calor que estarán
pasando en la sombra con lo que sale de aquí!
Pues, eso.
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