El tren correo llegó a la estación a eso del medio
día. La maquina asomó por la boca del túnel. Lanzaba un humo negro y denso que
llenaba el cielo que ya no era tan azul como cuando apuntó el día por mor de la
calima que decían que venía del desierto; detrás, engarzados unos a otros, un
puñado de vagones de color verde oscuro.
Los familiares, un grupo de amigos, Antonio ‘el de las
gaseosas de Inesita’ que les había llevado los bultos a las estación en el
borrico grande con el que repartía las bebidas por los bares del pueblo; una mujer
mayor, vestida de negro a la que le habían matado un hijo en la guerra…
Todos ayudaron a subir las maletas de cartón recio amarradas
con cuerdas y manillas metálicas; dos cestas grandes cosidas con aguja de red;
dos canastos cubiertos por un paño de cuadros rojos y blancos; otros bultos que eran fácilmente
identificables… y paquetes, muchos paquetes.
En la estación aquello era una imagen de muchos días. Pero aquel día era un día especial.
Se iba ella… Bueno, realmente, ella no se iba. A ella y a Paquito, su hermano se lo llevaban sus padres,
emigrantes a Barcelona.
Nosotros, - incluido Paquito que era mi amigo –
sabíamos que España limitaba al norte con el mar Cantábrico y que había otro
mar, más grande, que se llamaba mar
Mediterráneo que bañaba Barcelona. Nunca lo habíamos visto ni sabíamos por qué
parte de España quedaba Barcelona…
Ayer tarde – con la llegada del verano ocurren cosas
así - una llamada, una identificación y
al rato estábamos sentados juntos. Me contó muchas cosas, me dijo que se había
casado y que tenía dos hijos; su hermano, también… Sus padres habían muerto
“primero mi padre; al año, mi madre. Mi madre se murió de pena, Pepe”.
¿Sabes una cosa?, me dijo, cuando arrancó el correo
llegué llorando hasta que pasamos Bobadilla. Le respondí que yo había subido toda
la cuesta del Chinar… No tenemos perdón haber dejado que pase tanto tiempo…
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