4 de diciembre, miércoles. Dicen que Pacheco hizo un
tratado sobre los pintores sevillanos de su tiempo. Vivió ochenta años y se
codeó con lo mejor de la Sevilla de entonces. Nació en Sanlúcar de Barrameda,
pero vino muy pronto a Sevilla donde un tío suyo, canónigo de la Catedral, le
abrió muchas puertas. En su trabajo sobre los manieristas sevillanos del siglo
XVI y XVII incluyó a Velázquez porque era… su yerno. Años después alguien ha
dejado escrito que la mayor gloria de Pacheco fue el haber sido… suegro de
Velázquez.
Diego de Silva y Velázquez
nació el último año del siglo XVI y murió en Madrid en 1660 después de haber
dejado una obra inmensa en calidad y en cantidad. Innovó, creó y aportó una
manera nueva de entender el arte de la pintura y el color que expandían sus
pinceles. De su creación nació el “sfumato”, o sea, el espació que el
espectador contempla entre las figuras que componen el cuadro.
Su suegro le abrió las puertas
del Conde-Duque de Olivares, es decir la Corte de Felipe IV donde él tomó el
puesto de ser el mejor de la Historia. Pintor de la Corte, del propio Rey y de
todos los personajes, unos de la primera línea de la sociedad – como el Rey,
príncipes, nobles – o gente del pueblo: las mujeres que toman parte den las
Hilanderas, en las Meninas, los bufones de Palacio, el Aguador…, o seres
mitológicos: Vulcano, Baco...
Algunos críticos han dicho que
Velázquez no pintaba la ficción, sino que llevaba al lienzo la realidad. El
gran problema viene cuando tiene que pintar a Cristo Crucificado. ¿Cómo puede
pintar a un Dios muerto en una cruz si él no puede “verlo”?
Sorprende con un Cristo
mayestático, erguido, un Pantocrator extrapolado en el tiempo. Cristo está en
la cruz en posición alzada. Se aleja de los cristos contorsionados que los
imagineros barrocos llevaron en madera a los templos: el Cachorro, de Ruiz
Gijón, el Cristo de la Clemencia, de Martínez Montañés o el Cristo de la Buena
Muerte, de Juan de Mesa.
Resuelve el problema de la expresión
del rostro cubriéndole media cara con un mechón de cabellos que la cubre con
una sutileza que, a pesar de estar tapada una parte, el fiel que se arrodilla
ante el cuadro la intuye, la adivina y la conoce en una semejanza total con la
otra media que está al descubierto. Los pies, clavados, uno junto a otro; los
brazos extendidos sin abusar de la musculatura; sangre, la precisa; encarnadura,
la necesaria. Mientras, don Miguel de Unamuno se preguntaba “¿En qué piensas
Tú, muerto, Cristo mío?”
Andalucía, además de tocar
palmas, daba genios como Velázquez…
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