miércoles, 4 de diciembre de 2024

Una hoja suelta del cuadernode bitácora. Velázquez, el más grande


 

 


                             Cristo de Velázquez (1632)

               

4 de diciembre, miércoles. Dicen que Pacheco hizo un tratado sobre los pintores sevillanos de su tiempo. Vivió ochenta años y se codeó con lo mejor de la Sevilla de entonces. Nació en Sanlúcar de Barrameda, pero vino muy pronto a Sevilla donde un tío suyo, canónigo de la Catedral, le abrió muchas puertas. En su trabajo sobre los manieristas sevillanos del siglo XVI y XVII incluyó a Velázquez porque era… su yerno. Años después alguien ha dejado escrito que la mayor gloria de Pacheco fue el haber sido… suegro de Velázquez.

Diego de Silva y Velázquez nació el último año del siglo XVI y murió en Madrid en 1660 después de haber dejado una obra inmensa en calidad y en cantidad. Innovó, creó y aportó una manera nueva de entender el arte de la pintura y el color que expandían sus pinceles. De su creación nació el “sfumato”, o sea, el espació que el espectador contempla entre las figuras que componen el cuadro.

Su suegro le abrió las puertas del Conde-Duque de Olivares, es decir la Corte de Felipe IV donde él tomó el puesto de ser el mejor de la Historia. Pintor de la Corte, del propio Rey y de todos los personajes, unos de la primera línea de la sociedad – como el Rey, príncipes, nobles – o gente del pueblo: las mujeres que toman parte den las Hilanderas, en las Meninas, los bufones de Palacio, el Aguador…, o seres mitológicos: Vulcano, Baco...

Algunos críticos han dicho que Velázquez no pintaba la ficción, sino que llevaba al lienzo la realidad. El gran problema viene cuando tiene que pintar a Cristo Crucificado. ¿Cómo puede pintar a un Dios muerto en una cruz si él no puede “verlo”?

Sorprende con un Cristo mayestático, erguido, un Pantocrator extrapolado en el tiempo. Cristo está en la cruz en posición alzada. Se aleja de los cristos contorsionados que los imagineros barrocos llevaron en madera a los templos: el Cachorro, de Ruiz Gijón, el Cristo de la Clemencia, de Martínez Montañés o el Cristo de la Buena Muerte, de Juan de Mesa.

Resuelve el problema de la expresión del rostro cubriéndole media cara con un mechón de cabellos que la cubre con una sutileza que, a pesar de estar tapada una parte, el fiel que se arrodilla ante el cuadro la intuye, la adivina y la conoce en una semejanza total con la otra media que está al descubierto. Los pies, clavados, uno junto a otro; los brazos extendidos sin abusar de la musculatura; sangre, la precisa; encarnadura, la necesaria. Mientras, don Miguel de Unamuno se preguntaba “¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?”

Andalucía, además de tocar palmas, daba genios como Velázquez…

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