9 de diciembre, lunes. El verbo,
en presente - “era”, es pasado y cuando la obra, en este caso, las
obras, sobreviven al autor – hay que usar el presente para reseñar su actualidad
asombrosa.
“Sevilla tuvo que ser”, lo
escribió trescientos y pico de años después, Carmelo Larrea, en un bolero. En
este caso, en 1620 fue la ciudad donde ‘bebió’ y luego, desplegó todo su arte.
Juan de Mesa y Velasco nació en
Córdoba en 1583. Se trasladó a Sevilla y entró como aprendiz en el taller de
Juan Martínez Montañés. Algunas de sus obras se han atribuido a su maestro, al
que dicen, superó en la expresividad de
algunas de sus imágenes.
En 1620 talló una de las más
sublimes – algunos críticos dicen que la supera el Cristo de la Misericordia
de Vergara – y que cada noche de Viernes Santo siembra el silencio a su paso
por las calles, lo tituló Nuestro Padre Jesús del Gran Poder.
Un documento de carta de pago
encontrado en 1930 recoge que recibió “dos mil reales de treinta y cuatro
maravedíes cada uno” en una relación cerrada en 1620. Este testimonio deja
claro su autoría descartándose ya definitivamente la del maestro.
Nuestro Padre Jesús del Gran
Poder es de una expresividad única. Su rostro, sus ojos, su cara…
reflejan el dolor aterrador de la derrota del hombre que camina – literalmente camina
– hacia un suplicio seguro que crea en el espectador que se acerca a su figura,
además de la compasión, una especie de terror interno, de zozobra y de culpabilidad
y arrepentimiento ante el sacrificio inminente.
Alguien dijo que esa agonía sube
por la garganta, rompe en las mejillas y parece que se quiere escapar por la
barba. Es la muerte lenta del hombre que no puede respirar porque tiene los
pulmones desechos – Juan de Mesa murió de tuberculosis – y que es un reflejo de
su propia enfermedad que ya apuntaba.
Su mirada al suelo, su caminar
lento e inflexible hacen que su espalda se incline hacia adelante por el peso
de la cruz, al mismo tiempo que refleja el dominio del imaginero. Supera la madera
de cedro y la peana de pino de Segura y provoca en el creyente los sentimientos
que ya pedía el Concilio de Trento.
El Gran Poder en la calle es
una catequesis viva, y algo más. Es lo sublime del Barroco que en la Sevilla del
siglo XVII acoge a artistas como Juan Martínez Montañés, Ruiz Gijón, Francisco
de Ocampo, Pedro Roldán… o el propio Juan de Mesa a quien acoge la iglesia de San
Martín tras su muerte, con cuarenta y cuatro años, en 1627
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