lunes, 9 de julio de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El viejo pescador



Echo mano al anaquel. Busco, remiro. Lo encuentro. Lorenzo Orellana me hizo descubrirlo cuando yo era joven. Desde entonces, no nos hemos separado. A ratos, le echo un vistazo. Paso sus hojas. Leo a salto de mata, de hoja, en este caso. Luego, cierro los ojos, sueño… Sueño tantas cosas como aquel viejo pescador que hacía más de cuarenta días que no cogía ningún pez.

Veo la barca en medio del océano. Está perdida. Como yo. Veo cómo las olas – otras olas – se estrellan contra la quilla y cómo el viejo, viejo pescador, siente que se le clava el sedal que le corta la los dedos y hace que sangre su mano ruda, curtida, encallecida…

Veo como después de unos días sin comer, los pececillos voladores le han salvado el poder alimentarse aunque solo sea para sobrevivir en los momentos de más penuria, de más dificultad. Son esos momentos en los que entre el final y el comienzo solo hay un hálito que permite decir ¡ay!

Siento el olor de la sangre que derrama el pez grande. Llegan los tiburones. El viejo, al principio, cuando se tragó el anzuelo, le soltó cabo, luego, cuando el pez se creyó libre y ya no tiraba con peligro para hacer zozobrar el bote, él, el viejo pescador que de noche soñaba con leones marinos y con los grandes jugadores de la liga americana, recogía el sedal con mimo, con tino, con suavidad…

Lo hizo poco a poco, con la lentitud de quien sabe que a las fieras se les domina más por la maña que por la fuerza. El viejo comenzó a acercarlo. Percibió cómo el pez daba grandes vueltas, gigantescas vueltas, alrededor del bote. Reconocía su derrota. Cada vez más cerca. Intuía su silueta enorme… ¡Era el pez más grande que había pescado en su vida! Y, una vez más, exclamó en voz alta: “Si estuviera aquí el muchacho…”

El viejo pescador veía de noche los reflejos de la luces de La Habana. Era una luz lejana, tan lejana como esa que, a veces, aparecen en nuestra vida, y uno se encandila con ellas, sabiéndolas tan lejos como imposibles. Y luego, rompió el remo y el cuchillo que hincó con todas sus fuerza en el primer maldito tiburón que llegó y le dio una dentellada, y vinieron otros, y….”¡ay, si estuviera aquí el muchacho”! y entonces,  don Ernesto, don Ernesto Hemingway nos legó ‘El viejo y el mar’…




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