Echo mano al anaquel. Busco,
remiro. Lo encuentro. Lorenzo Orellana me hizo descubrirlo cuando yo era joven.
Desde entonces, no nos hemos separado. A ratos, le echo un vistazo. Paso sus
hojas. Leo a salto de mata, de hoja, en este caso. Luego, cierro los ojos,
sueño… Sueño tantas cosas como aquel viejo pescador que hacía más de cuarenta
días que no cogía ningún pez.
Veo la barca en medio del
océano. Está perdida. Como yo. Veo cómo las olas – otras olas – se estrellan
contra la quilla y cómo el viejo, viejo pescador, siente que se le clava el
sedal que le corta la los dedos y hace que sangre su mano ruda, curtida,
encallecida…
Veo como después de unos días
sin comer, los pececillos voladores le han salvado el poder alimentarse aunque
solo sea para sobrevivir en los momentos de más penuria, de más dificultad. Son
esos momentos en los que entre el final y el comienzo solo hay un hálito que
permite decir ¡ay!
Siento el olor de la sangre que
derrama el pez grande. Llegan los tiburones. El viejo, al principio, cuando se
tragó el anzuelo, le soltó cabo, luego, cuando el pez se creyó libre y ya no
tiraba con peligro para hacer zozobrar el bote, él, el viejo pescador que de
noche soñaba con leones marinos y con los grandes jugadores de la liga
americana, recogía el sedal con mimo, con tino, con suavidad…
Lo hizo poco a poco, con la
lentitud de quien sabe que a las fieras se les domina más por la maña que por
la fuerza. El viejo comenzó a acercarlo. Percibió cómo el pez daba grandes
vueltas, gigantescas vueltas, alrededor del bote. Reconocía su derrota. Cada
vez más cerca. Intuía su silueta enorme… ¡Era el pez más grande que había
pescado en su vida! Y, una vez más, exclamó en voz alta: “Si estuviera aquí el
muchacho…”
El viejo pescador veía de noche
los reflejos de la luces de La Habana. Era una luz lejana, tan lejana como esa
que, a veces, aparecen en nuestra vida, y uno se encandila con ellas,
sabiéndolas tan lejos como imposibles. Y luego, rompió el remo y el cuchillo
que hincó con todas sus fuerza en el primer maldito tiburón que llegó y le dio
una dentellada, y vinieron otros, y….”¡ay, si estuviera aquí el muchacho”! y
entonces, don Ernesto, don Ernesto
Hemingway nos legó ‘El viejo y el mar’…
No hay comentarios:
Publicar un comentario