Mi madre tenía un patio
acogedor y sombreado por las mañanas. El sol de la tarde daba desde el mediodía
hasta que trasponía. Lo castigaba y achicharraba las macetas. Mi madre las
protegía con un cañizo, hilvanado y entrelazado con alambres muy finos que
compraba a un hombre que los hacía en la estación de Cártama.
Cuando llegaba este tiempo las
regaba a primeras horas del día. Entonces no había agua corriente en las casas
del pueblo. Había que acercarse a la fuente… Tener macetas entonces era una
auténtica proeza.
A mí me encargaba del riego.
Siempre había que hacerlo antes ‘que entre el sol y caliente la tierra’. Mi
madre tenía una mano extraordinaria para las macetas. Por mayo azucenas y
clivias, claveles rojos y olorosos en
cubos de cinc – que era lo mejor para los claveles – un bidón grande acogía un
jazmín, helechos y muchas, muchas
macetas de las que no tienen flores.
Las aspidistras – que ese es su
nombre y no pilistra como nosotros las llamábamos – eran las soberanas del
patio. Las tenía sembradas en macetones grande. Costaba mucho moverlos. Ella los ponía sobre unos ladrillos dejando
un espacio por debajo del tiesto para que corriese el agua...
Cada quince días cambiaba las
que tenía en el interior de la casa por las del patio. Era una remoción
continua. Pesaban y costaba su traslado. Las ponía en el portal, en la bajada
de las escaleras, en un rincón en el pasillo que comunicaba ‘el cuerpo de casa’
con la cocina… Mi madre les tenía adjudicado su sitio. Ellas, agradecidas, correspondían con toda la belleza con que las
plantas saben hacerlo.
Cuando me he hecho grande, ¡qué
pena que uno, que siempre lo soñó, se haya hecho grande!, he sabido que estas
plantas vienen de muy lejos. De casi la otra punta del mundo porque, aunque el mundo es redondo, también
tiene punta. El Himalaya, Japón y el Sudeste asiático dicen que las acogen como
en su hábitat natural…
No hay que ir tan lejos en la
Concepción y en el parque de Málaga – bueno, ese jardín botánico, que llaman
parque donde las palomas de Picasso, dice el Maestro Alcántara, que se posaban para ver cómo entraban los barcos por la
bocana del puerto y escuchaban las
sirenas – hay bosquejos únicos y excepcionales… Cuando puedan, dense una
vuelta. Merece la pena.
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