martes, 3 de julio de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Pilistras



Mi madre tenía un patio acogedor y sombreado por las mañanas. El sol de la tarde daba desde el mediodía hasta que trasponía. Lo castigaba y achicharraba las macetas. Mi madre las protegía con un cañizo, hilvanado y entrelazado con alambres muy finos que compraba a un hombre que los hacía en la estación de Cártama.

Cuando llegaba este tiempo las regaba a primeras horas del día. Entonces no había agua corriente en las casas del pueblo. Había que acercarse a la fuente… Tener macetas entonces era una auténtica proeza.

A mí me encargaba del riego. Siempre había que hacerlo antes ‘que entre el sol y caliente la tierra’. Mi madre tenía una mano extraordinaria para las macetas. Por mayo azucenas y clivias,  claveles rojos y olorosos en cubos de cinc – que era lo mejor para los claveles – un bidón grande acogía un jazmín, helechos  y muchas, muchas macetas de las que no tienen flores.

Las aspidistras – que ese es su nombre y no pilistra como nosotros las llamábamos – eran las soberanas del patio. Las tenía sembradas en macetones grande. Costaba mucho moverlos.  Ella los ponía sobre unos ladrillos dejando un espacio por debajo del tiesto para que corriese el agua...

Cada quince días cambiaba las que tenía en el interior de la casa por las del patio. Era una remoción continua. Pesaban y costaba su traslado. Las ponía en el portal, en la bajada de las escaleras, en un rincón en el pasillo que comunicaba ‘el cuerpo de casa’ con la cocina… Mi madre les tenía adjudicado su sitio. Ellas, agradecidas,  correspondían con toda la belleza con que las plantas saben hacerlo.

Cuando me he hecho grande, ¡qué pena que uno, que siempre lo soñó, se haya hecho grande!, he sabido que estas plantas vienen de muy lejos. De casi la otra punta del mundo  porque, aunque el mundo es redondo, también tiene punta. El Himalaya, Japón y el Sudeste asiático dicen que las acogen como en su hábitat natural…

No hay que ir tan lejos en la Concepción y en el parque de Málaga – bueno, ese jardín botánico, que llaman parque donde las palomas de Picasso, dice el Maestro Alcántara, que se posaban  para ver cómo entraban los barcos por la bocana del puerto  y escuchaban las sirenas – hay bosquejos únicos y excepcionales… Cuando puedan, dense una vuelta. Merece la pena.





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