Ayer, Felipe Aranda, publicó una
foto de Rafael, “el Faúco”. Me vino a la mente un artículo que escribí a raíz
de su muerte. Lo busqué fue, el 17 de octubre de 2014. Me ha parecido oportuno
recordarlo…
5 de abril, viernes. Tenía la pinta de personaje que pululaba por canceles de iglesias del siglo de Oro. Pudo vivir en la Sevilla de aquel tiempo, cerca de la Puerta de la Carne o en el Arenal, o junto a aquellos muchachos que se las buscaban en la estiba de los barcos que iban o venían de América.
El Faúco era un personaje con cierto parecido a los que Cervantes llevó a los papeles. Tampoco habría desteñido - porque tenía clase - en la Sevilla espléndida y palaciega de abundancia, de dulces y sopa de convento, de campanas de maitines y rezos de madrugada. Singular, único, un modelo de pilluelo en un cuadro de Murillo…
En los días de invierno se metía dentro de un sarape y deambulaba por la calle. Siempre tenía el acento, la palabra y la postura reverencial del muchacho que estaba uno, o dos, o más peldaños por encima de los que se suponía que podría tener en el bagaje cultural que encerraba dentro de una barba mal afeitada y de un pelo largo y lacio.
Rafael, - su nombre -, tuvo una madre, Juana, que, desde muy niño, siempre trabajó para él. Le amasó un pequeño caudal. Vivió de las rentas hasta que las malas cabezas, las junteras, ¡ya se sabe!, y ese devenir que a todos nos marca en la vida desde el momento que vemos la primera luz lo llevó a un final ni soñado ni, por supuesto, deseado. Entonces, comenzó a trabajar de camarero, de paleta, de peón…
El
Faúco era el creador de su propia filosofía parda. Según Rafael, había tres
cosas en la vida que no servían para nada A saber: el mañana, la luna y llover
en la mar. Y los razonaba. Si no vivo, ¿para qué quiero el día de mañana?; si
el “lorenzo” no alumbra, la luna no existe; ¿no tiene el mar suficiente
agua para que, encima, le llueva? Entrañable Rafael, seguro que tú tienes un
lugar donde van los elegidos, un abrazo.
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