miércoles, 24 de abril de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Palma

 

 

                                  


24 de abril, miércoles. Para conocer la historia de una ciudad hay que remontarse, por lo menos hasta donde nos permiten hurgar los papeles viejos. Nos llevan a sus cimientos. A veces piedras amontonadas, un castillo desmochado, un poblado al pairo de los vientos…

Durante catorce meses y un día tuve la suerte de vivir en una capital de la isla y por tanto rodeada de mar por todas partes.  Me daban ropa, comida, alojamiento y la capacidad de admirar cuanto de belleza se encierra en ella y en sus alrededores.

Esa ciudad, Palma de Mallorca, siempre asociada a piratas e invasiones, desde romanos hasta moros y cristianos me dio muchas cosas. Una, eso que llaman felicidad – que obviamente no existe – pero sí la capacidad del gozo. Otra, la de encontrarme con gente maravillosa que se me abrieron y me dieron lo mejor de ellos mismos. Uno, en sus posibilidades, intentaba corresponder.

Ciudad culta, elegante, mediterránea y accesible. Algo impresiona del carácter de los palmesanos – o del resto de los mallorquines porque no siempre es fácil separar hasta donde llegan las lindes -  como poco muy arraigados a ‘sa roqueta’. Hay un dicho “cuando te mudas a Palma lloras dos veces, una cuando vienes y otra cuando te vas.

No sé si lloré cuando llegué aquella fría mañana del mes de enero de primeros de los años setenta…

-  Tú y yo, me dijo Joan, me parece que nos vamos a llevar bien.

Lo clavó el puñetero. Tan lo clavó que hace más de cincuenta años que esa amistad echó raíces y arraigó. Cantaba Jorge Sepúlveda una canción que venía a decir algo así como “qué bonita es Mallorca”. No soy quien para desdecir a nadie. Si me lo permiten. Se quedó corto…

De la mano de Joan conocí la Prehistoria de la isla. Sus navetas no tienen secretos para él. Es un experto. A mí me llevó en su lambretta y recorrimos tierras con una riqueza que barre la tramontana o las brisas que vienen del mar.

De su mano fui a parajes únicos. Todos tenían nombre propios: Lluc, Sa Foradada, Valldemosa, el Torrente de Pareis, Alcudia, Illetas, Felanitx (su pueblo y un poco también mío) Formentor, Soller, la Almudaina con la Catedral, el Born, Bellver, Son Dureta … Palmo a palmo. Amamos las tierras porque amamos a su gente. Joan y Aina su mujer me concedieron, además, el privilegio de ser su testigo de boda en la Catedral (¡Ay, la Catedral, qué joya del gótico mallorquín!) una calurosa tarde de agosto. Creo que no puedo llorar porque yo no me he venido de Palma…

 

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