Después del recreo de la tarde,
los muchachos pasábamos al comedor. Casi siempre, en otoño, para merienda teníamos un bollo de pan y un
racimo de uvas moscateles. Exquisitas, sabor a miel de las cepas de los Montes
de Málaga.
Un tiempo de estudio y la
última clase del día. Las clases, hasta cuatro, a excepción de los jueves,
estaban precedidas de un estudio largo, aburrido. No se podía hablar, ni
levantarse para ir a la papelera, ni hacer nada que fuese distracción para los
demás. Cada uno se entregaba a sacar
rendimiento, lo mejor que sabía y podía, a la asignatura.
Las materias, como todo en la
vida, tenían su aceptación o su rechazo. Los de ‘Ciencias’ se sentían a gusto
con las Matemáticas, la Física…; entre los de Letras, la Literatura, la
Geografía, la Historia… El Latín y el Griego eran otra cosa.
Un día, el profesor de francés,
cogió pegado a uno de los nuestros. Regresaba a su asiento. El el profesor se
regodeaba redondeando el cero. El muchacho se volvió, de pronto, hacia el
estrado:
-
“Tú, le espetó, me habrás puesto un cero, pero
la Guerra de la Independencia la ganamos nosotros”.
La última hora de la tarde se
dedicaba al apartado religioso. El paso por la capilla daba un barniz distinto.
Suponía el contrapeso. Se cargaban las
pilas, se bebía de otra agua.
Las tardes de los jueves eran diferentes.
Un paseo largo al campo de los alrededores. Al regreso, en la puerta del
comedor esperaban una canasta de mimbre y una bandeja con unas onzas de una
cosa a la que llamaban chocolate.
Pasábamos, otra vez, a la clase.
La clase era un salón grande, diáfano, con ventanales a la galería por donde
entraba mucha luz y el sol mañanero.
Tuvimos
la suerte que un hombre con una sensibilidad especial nos formase. Desde
entonces Homero Macauley y el viejo
pescador de la Habana eran casi amigos. Escuchábamos al negro que cantaba en la
jardinera del tren Vuelvo a casa o
veíamos las luces lejanas de la Bahía… Descubrimos a Willyan Saroyan con La Comedia Humana; a Pérez Lozano con Dios tiene una O; a Hemingway con El viejo
y el mar; a Tagore, a Juan Ramón,
a Villalón, a don Antonio Machado… Supimos de Maxence var de Meersch, de Michel
Quoist, de Bruce Marshall… Eran los días de entonces.
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