martes, 19 de noviembre de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Días de entonces







Después del recreo de la tarde, los muchachos pasábamos al comedor. Casi siempre, en otoño,  para merienda teníamos un bollo de pan y un racimo de uvas moscateles. Exquisitas, sabor a miel de las cepas de los Montes de Málaga.

Un tiempo de estudio y la última clase del día. Las clases, hasta cuatro, a excepción de los jueves, estaban precedidas de un estudio largo, aburrido. No se podía hablar, ni levantarse para ir a la papelera, ni hacer nada que fuese distracción para los demás.  Cada uno se entregaba a sacar rendimiento, lo mejor que sabía y podía, a la asignatura.

Las materias, como todo en la vida, tenían su aceptación o su rechazo. Los de ‘Ciencias’ se sentían a gusto con las Matemáticas, la Física…; entre los de Letras, la Literatura, la Geografía, la Historia… El Latín y el Griego eran otra cosa.

Un día, el profesor de francés, cogió pegado a uno de los nuestros. Regresaba a su asiento. El el profesor se regodeaba redondeando el cero. El muchacho se volvió, de pronto, hacia el estrado:

-         “Tú, le espetó, me habrás puesto un cero, pero la Guerra de la Independencia la ganamos nosotros”. 

La última hora de la tarde se dedicaba al apartado religioso. El paso por la capilla daba un barniz distinto. Suponía el contrapeso.  Se cargaban las pilas, se bebía de otra agua.

Las tardes de los jueves eran diferentes. Un paseo largo al campo de los alrededores. Al regreso, en la puerta del comedor esperaban una canasta de mimbre y una bandeja con unas onzas de una cosa a la que llamaban chocolate.

Pasábamos, otra vez, a la clase. La clase era un salón grande, diáfano, con ventanales a la galería por donde entraba mucha luz y el sol  mañanero. 
Tuvimos la suerte que un hombre con una sensibilidad especial nos formase. Desde entonces Homero Macauley  y el viejo pescador de la Habana eran casi amigos. Escuchábamos al negro que cantaba en la jardinera del tren Vuelvo a casa o veíamos las luces lejanas de la Bahía… Descubrimos a Willyan Saroyan con La Comedia Humana; a Pérez Lozano con Dios tiene una O; a Hemingway con  El viejo y el mar; a Tagore, a Juan Ramón, a Villalón, a don Antonio Machado… Supimos de Maxence var de Meersch, de Michel Quoist, de Bruce Marshall… Eran los días de entonces.



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