La madrugada tenía ya andado
más de medio camino y, de pronto, sin avisar, un trueno grande irrumpió en la
noche. Rompió el silencio y marcó un momento de sobrecogimiento y miedo. Te
despertó. Yo estaba, como otras noches, en mis cosas y tú, medio dormida,
viniste y te sentaste junto a mí. No hablabas, no decías nada pero tu cara
expresaba un miedo interior que venía por lo que te oprimía desde fuera.
La tarde se cerró con un cielo
de arreboles rojizos. La tormenta comenzó a rondar después. Bueno, la tormenta
en sí no, pero sí unas nubes negras que se apoderaron del cielo. Eran nubes
plomizas, con ese color tan feo que anuncia que en cualquier momento pueden
descargar y todo se preparaba ante lo inesperado.
Después, cuando se hizo de
noche, se veían como los rayos iluminaban el cielo en la lejanía. Pero estaba
lejos de nosotros. Nos cogió desprevenidos y el trueno grande fue tan enorme
que anunció que la tormenta ya estaba encima…
Tú, hurgaste en uno de los
cajones donde siempre se guardan las cosas que habitualmente no se usan.
Sacaste un cabo de vela, en previsión, me dijiste, por si se corta la luz. Te
veía sentada junto a mí. La cara soñolienta y como quien espera algo que nos va
a sobrevenir y nos va sobrecoger.
Escuchábamos cómo golpeaba el
aguacero en la ventana. Venía con viento y fuerza. Crujían las maderas. Eran bofetones improvisados contra la
cristalera. Algo así como una granceo de granos de otra cosecha contra la que
no se puede hacer nada.
Seguía tronando. Alcanzaste la
palmatoria de la repisa de la chimenea, pusiste con cuidado la vela en ella, y
entonces, precisamente, entonces, caíste en la cuenta que no tenías cerillas
porque hacía mucho tiempo que los electrodomésticos eléctricos habían eliminado
su uso.
Un relámpago iluminó toda la
habitación, un trueno, otro más, y fue cuando se apagó la luz. Todo quedó en la
oscuridad más absoluta y sobre el pueblo se descargaba la tormenta, cuando ya
la madrugada tenía andado más de medio camino…brotaba algo especial en la dulce
penumbra del cariño.
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