El viajero llega a Ruidera una
mañana luminosa de otoño. Tintinean las hojas doradas de los chopos. Salió de
Almagro, temprano, con niebla; en Membrilla autoproclamada ‘capital mundial del
melón, se despeja; en Alhambra, en un
promontorio rojizo, lucía el sol. En Ruidera recorrió las lagunas: Salvadora,
Conceja, San Pedro, Redondilla, laguna del Rey… Nace el Guadiana.
Casi en el cruce, la Guardia Civil,
en un control, pide documentación; se
interesa por las actividades cinegéticas. Deambulan – el viajero no va solo
- por el pueblo. Por azar entran en el
Mesón de Juan. Un cartel, copia un párrafo de Azorín. El maestro cuenta, capítulo
IX de la Ruta de Don Quijote, las penalidades
del viaje desde Puerto Lápice en un carreta y dice que está en el Mesón
escribiendo unas cuartillas.
Pregunta si es el mismo, ese en
el que está ahora, y le dicen que no, que era el del abuelo, que estaba un poco
más abajo. Se fija en unos cuadros que penden de la pares. Son paisajes
manchegos. Casas bajas, tejas oscuras, llanos de eriales cubiertos de yerbas;
amapolas, pinceladas rojas. Magníficos.
Comparten unos vermús, de
Tomelloso; unos caracoles de granja y chorizos de orza. Si quieren, les dicen,
pueden entrar al comedor, ‘hay más pinturas’. Es asombroso el museo inesperado.
Una exhibición de policromía.
El primer mesón, le informa un
hombre maduro que se apoya en una muleta, era una posada; lo regentaba mi
abuelo, Juan Capdevila. Fue quien
acompañó a Azorín cuando visitó la Cueva de Montesinos. Yo me llamo, continúo,
igual que él. Le dice que era de origen catalán, que vino a Ruidera a trabajar
en una fábrica de pólvora.
Juan Capdevila, nieto que no
conoció a su abuelo, se confiesa amigo de Fermín García Sevilla, el pintor de
los cuadros, que es de Tomelloso y discípulo de Antonio López. Le dice que
viene todas las semanas a comer y que tiene mesa propia. Le muestra la mesa,
sin montar, del artista, a diferencia de
todas las demás que sí están a disposición de los clientes.
El viajero – y los acompañantes,
claro – emprenden camino. Atrás se queda el agua clara que salta de una a otra
laguna; cañizos en las orillas; enebros y encinas… Un campo de coscojas,
inmenso, monótono. Oteros, recuestos. Urracas. Llanos de barbecho en espera de sementera; el
cielo, azul, limpio… Azorín, el maestro, en el recuerdo.
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