2 de
febrero, domingo. Se festoneaba el campo de candelas. Al pie de la sierra del
Valle, por la loma de Virote, por los Lentiscares, en el Cerro de la Farola,
por Cerrao… El campo, entre dos luces, era una candela - mejor, una
sucesión de hogueras-, que en la lejanía servía de faro, de asombro de niños,
de un no sé qué totémico que aparecía siempre.
Era,
según dicen los que saben, en otro tiempo, la fiesta de la luz. Puede. Todos
los pueblos se enraízan en sus orígenes y alguien se encarga, de algún modo,
que sobreviva al tiempo y a la gente. Luego la iglesia cristianizó todo lo
pagano que se halló por los caminos, y todo eso que ya se sabe.
En
Tromson, ciudad noruega muy cercana al círculo polar, una tarde de verano se me
ocurrió preguntar hasta cuando duraba la oscuridad del invierno… A mediados de
enero – me dijeron – se vislumbra el primer rayo de aurora en el horizonte. O
sea la luz. Es el comienzo del alargamiento de los días.
Celebraban
los paganos el solsticio de invierno cuando diciembre era más sombra y noche,
que sol y día. Se cristianizó. Se fijo el nacimiento de Jesús en torno a la
fecha. Es decir, la luz nueva, el Sol nuevo. Y el mundo – los que no creen,
incluidos- lo celebran en casi todo occidente.
Tiene
la Candelaria otro motivo también de recuerdo. Dice el Evangelio que María para
purificarse acudió al Templo. Presentó al Niño y ofreció dos pichones “porque
eran pobres”. Seguían un mandato recogido en el Levítico… La tradición, en
aquel tiempo, rondaba los mil quinientos años. Año más o año, menos.
Muchos
pueblos han celebrado la fiesta. No sé si habrán llevado los niños a los
templos. Esta tarde, cuando se han recogido los pájaros y apunta un lucero
lejano en un cielo muy azul y frío asomado al campo, he visto que había muy
pocas candelas…
Qué comentario más hermoso, querido Pepe. Muy literario y muy didáctico. Enhorabuena, amigo.
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