Julio lo trae de la mano. La
primavera trae las golondrinas y septiembre se las lleva. Febrero trae las
cigüeñas y noviembre traía - ahora por
mor del dichoso cambio, ya no la trae – la nieve en los altos. Julio cada año
trae el terral. No sé si viene en el
zurrón o ahora por lo de las modas viaja en vuelo charter.
El terral en mi pueblo tiene un
punto entre aire de arriba y poniente. Eso no queda claro. Lo que si tiene muy
marcado es que es un viento que achicharra. Se hace irrespirable como si, de
pronto se abre la puerta del horno, que en algunos sitios llaman infierno, y da
un bofetón y no avisa.
Dice el hombre del tiempo que
en el norte bajan las temperaturas, que si entra un frente por Galicia, por
cierto, por dónde entran todos los frentes o es que alguien conoce a algún
frente que entre por Granada y que barre la cornisa cantábrica y que lloverá en
Bilbao y que , ¡qué sé yo…!
Por aquí, por el Sur – yo estoy
al sur del Sur – cuando rompe el alba, los días de terral, el cielo está
limpio, hace fresco y las hojas de las palmeras mueven con contoneo de mocita
quinceña la punta de sus ramas y hacen, a modo de saludo, inclinaciones reverenciales…
Al mediodía será otra cosa. De
mediodía arriba los pájaros buscan refugio en la penumbra de los zarzales que
por cierto están ahítos de moras maduras
piden una mano que los libere de su fruto natural y temporero o se
buscan una rama en los álamos negros del arroyo. No hay tintineo de hojas en
los chopos y aunque no lo siguen pregonando todos sabemos que ‘por aquí pasó la
mano del Amado’ pero que estas horas se
toma un respiro, un descanso.
Cuando llegue la noche los jazmines
rompen su silencio. Son espurreos de mariposas pequeñas, pespuntes blancos, suspiros entre la tierra y el cielo. Mi madre
los ensartaba en un ganchillo y se los ponía en el canalillo del pecho. Desde
entonces, a mí, mi madre me olía a jazmines, y los jazmines a madre….
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