Hace no sé cuánto tiempo que
dejaron de vender en las boticas los termómetros de mercurio. Sí, esos que
cuando se rompían esparcían unas volitas de color gris brillante. Los niños las
perseguíamos. No las alcanzábamos nunca. Como eso que llaman felicidad, que siempre está en los otros. Algo así, más o menos. Más bien,
menos.
Otro termómetro, el de los
precios, dice del campo que está bajo
mínimos. O sea los precios que les pagan a los agricultores por el sudor de
muchos días de frío en invierno, de escarchas y helores o de sudores que
derriten los sesos en verano. Lo de la copla: “Por la mañana el rocío / al
mediodía calor / por la noche los mosquitos / no quiero ser labrador”.
En los supermercados – a los
que yo voy, los precios son muy distintos pero siempre muy al alza - en otros,
en esos que llaman de delicatesen, entonces no, ahí no; ahí, de escándalo. Alguien diría de barbaridad con
b de burro, aunque no sé el porqué del nombre.
Sobre un burro – con eso de la paridad, dicen que burra – entró Jesús en
Jerusalén; otro burro – ya saben, “pequeño, suave; tan blando por fuera, que se
diría todo de algodón…” Juan Ramón nos hizo soñar a los niños y a los grandes…
Acabamos de sufrir la pasión
cuaresmal y la otra - por lo del sufrimiento – de dos debates de
una campaña electoral. Dije que al primer partido que prometiese (el
conseguirlo es una utopía, harina de
otro costal) alguna solución para el campo a ese le prestaría mi voto. Me he
quedado con las ganas…
A Cristo le pusieron un precio.
Aquello de las treinta monedas y esas cosas. Al campo, otros le imponen el
precio; el agricultor se resigna. Pone la mano . Al campo no le hace caso
nadie. Casi nadie. El campo es generoso, tan generoso que lleva en sus entrañas
el ser esplendido con todos. Hasta al propio Judas le regaló el árbol para que
pasase a la historia completito.
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