Me pedía
otra cosa el cuerpo. Me refugio en Juan Ramón. Abro al azar: “la noche entra, y
la luna se inflama allá en el fondo”. Y es verdad. Hace un rato una luna más
pequeña – porque está en menguante- se
asomó por lo alto de los Lagares. Va por un cielo de soledad y nubes negras.
Echo
mano, también, al maestro Barbeito: “Olivares de diciembre, / el viento cuando
pasaba/ se perfumaba de aceite”. Pienso en los olivos. Agarrados a la tierra, en
los barrancos, en los terraplenes, en las lomas suaves… No puede con ellos el
viento.
Febrero,
el que tienen por loco, el que un “si un
día no es bueno; el otro, tampoco”, se ha descolgado, esta tarde, con un viento
que no sabe de dónde viene ni a dónde quiere llegar. Va como alocado, como los
toros abantos: se llevan por delante todo lo que se le pone en cara, como…
Ya sé
que no estamos en diciembre, ya sé que no hay perfumes de aceite en el aire…
Ojalá. España no huele a aceite de paz, a ungüento sagrado, a bálsamo de
entendimiento. No. No huele a eso. Rezuma mugre; aflora rencor enconado.
Estamos
hartos. Ahítos. Empachados. Es tanta la corrupción que cuesta creer que haya,
por metro cuadrado, tanto sinvergüenza suelto. Eso sí desmemoriados. Ni saben,
ni se acuerdan, ni tenían noticias de nada. ¿Será posible que en una noche como
está se los llevase – de una vez- el viento?
Se
agitan las ramas de los olivos. Escribo en el calor de la estufa. Dentro de un
rato puede que este viento varee estrellas y levante, otra vez, olas grandes en
esos mares que azotan los acantilados.
Dicen
que hace unos días vieron algunas cigüeñas… y ¿golondrinas? ¿habrán visto ya la
primera golondrina? Pregunto. No responde nadie. Si al menos trajese perfumes
de aceite el viento…
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