Estaba la tarde de sol y nubes. Desde lo alto de las Mesas
de Villaverde, se ve el río: el Guadalhorce.
Se abre paso entre las huertas y coquetea con la vía, la vieja vía del tren que
en el siglo XIX trajo el progreso a Málaga, y la carretera. Un poco más arriba,
la ‘nueva’ vía del AVE hace que sangre el paisaje.
La sierra de la Huma está más descarnada. Las lluvias de
estos días han dejado la piedra limpia y la caliza, con el sol del crepúsculo,
tiene otros tonos. En la lejanía, recostados, La Joya y Los Nogales - pinceladas
blancas escapadas de la paleta de un pintor -
y entre brumas El Torcal; perdidas, ya muy lejos, las Sierras de Las Cabras, Camarolo y Loja.
Avanza la tarde. Hace fresco. Junto a las piedras que
chorrean historia me he sentado un rato porque me he ido solo. He sentido las
caricias de la brisa, primero; luego, el frío me ha hecho que levante el hato.
Miro un puñado de almendros - ya tardíos - que tienen flores rosáceas, dulces…
Es el tránsito del invierno a la primavera.
Están reverdecidos los cerros de Bombichar. El romero en
flor; pugna por salir el tomillo nuevo, cantuesos, aulagas... El campo se
prepara para recibir la vestimenta nueva: amapolas, margaritas, siemprevivas…
Dicen que dos estudiantes norteamericanos ‘han descubierto’
la música que encierra “El jardín de las Delicias”, el cuadro que Felipe II le
compro a El Bosco. Puntear un pentagrama sacado de un cuadro tan enigmático es
algo que sólo saben hacerlo los expertos.
Puntear las notas que esta tarde traía el viento en la
cumbre de las Mesas de Villaverde es algo único. Está al alcance de todos. Hacen falta tres cosas: subir a la Mesa,
quedarse en silencio y dejar que, lentamente pase el tiempo.
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