Se caen las ciudades a chorros en sus centros históricos.
Casas desvencijadas, desconchones, balcones colgando, maderas que azotan los
aires y, mecidas, golpean contra otras maderas, contra la pared o contra todo
lo que se queda quieto.
Tienen las ciudades un problema grande. Enorme. Sus
“centros” abandonados de Dios y de los hombres” agonizan. Reparaciones
costosísimas. Rehabilitan a golpe de talonarios; se resisten a irse los viejos.
Están vacías, por las mañanas, las iglesias y, las llaves echadas, durante el
día.
Casi nadie quiere vivir en el centro. Buscan esas zonas
impersonales de pisos nuevos. Urbanizaciones cerradas - guaridas de seguridad y
porteros sudamericanos en las puertas - con jardines, árboles trasplantados, piscinas,
columpios…
Están solos los centros de las ciudades. Calles largas,
estrechas; muchas, sucias. El baldeo del ayuntamiento deja charcos y, del
pisoteo, es pura cochambre. Son calles de silencios, de balcones con macetas
que tuvieron flores… Flores secas como casi la poca vida que se aloja en ellas.
Paseábamos. Hacía frío. Había poca gente en la calle. Comparaba
un amigo, el centro de dos ciudades andaluzas. “Le gana, se refería en concreto a una, por
goleada, en centro, a ésta”. Lleva razón. Lo viejo no hay que confundirlo con
lo antiguo. Lo clásico no tiene nada que ver con la mugre. Ni el tipismo con el
abandono.
En 1982 el Partido Socialista ganó las elecciones. Con un
cartel empapelaron las calles: parques, jardines, madres que paseaban carritos,
niños jugando y pajarillos volando entre árboles frondosos y muy verdes… ¿De
aquello? Sólo me acuerdo del cartel. No quiero ser mal pensado…
No queremos vivir en el centro pero todos vamos al centro.
Que si las cien tabernas y una sola librería, que si el vermú en el sitio aquel,
que si pasteles, que si la tienda con olor propio, que si el paso de ‘tórtolas’…
¡El centro, ay, el centro!
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