Se festoneaba el campo de candelas. Al pié de la sierra del
Valle, por la loma de Virote, por los Lantistares, en el Cerro de la Farola,
por Cerrao… El campo, entre dos luces, era una candela – mejor, una sucesión de
hogueras-, que en la lejanía servía de faro, de asombro de niños, de un no sé
qué totémico que aparecía siempre.
Era, según dicen los que saben, en otro tiempo, la fiesta de
la luz. Puede. Todos los pueblos se enraízan en sus orígenes y alguien se
encarga, de algún modo, que sobreviva al tiempo y a la gente. Luego vino la
iglesia y cristianizó todo lo pagano que se halló por los caminos, y todo eso
que ya se sabe.
En Tromson, ciudad noruega muy cercana al círculo polar, una
tarde de verano se me ocurrió preguntar hasta cuando duraba la oscuridad del
invierno… A mediados de enero – me dijeron – se vislumbra el primer rayo de
aurora en el horizonte. O sea la luz. Es el comienzo del alargamiento de los
días.
Celebraban los paganos el solsticio de invierno cuando
diciembre era más sombra y noche, que sol y día. Se cristianizó. Se fijo el
nacimiento de Jesús en torno a la fecha. Es decir, la luz nueva, el Sol nuevo.
Y el mundo – los que no creen, incluidos- lo celebran en casi todo occidente.
Tiene la Candelaria otro motivo también de recuerdo. Dice el
Evangelio que María para purificarse acudió al Templo. Presentó al Niño y
ofreció dos pichones “porque eran pobres”. Seguían un mandato recogido en el
Levítico… La tradición, en aquel tiempo, rondaba los mil quinientos años. Año
más o año, menos.
Muchos pueblos han celebrado la fiesta. No sé si habrán
llevado los niños a los templos. Esta tarde, cuando se han recogido los pájaros
y apuntan un lucero lejano en un cielo muy azul y frío me he asomado al campo.
Había muy pocas candelas…
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