Tienen, los olivos que orillan la carretera, conforme se
baja el Vereón de Bombichar, los troncos retorcidos de tanto ventear temporales
y dejarse quemar por los soles del verano. Tienen, también, rebrotes de tallos
tiernos. Algún cabrero los ha podado y apuntan a trama de primavera. Luego,
aceitunas y, luego…
No son estos olivos como esos escuadrones alineados que se
formaron en los sembrados de Jaén, en las lomas de Úbeda o Baeza, y que riegan
con aguas bombeadas del río Grande, o sea, del Guadalquivir. Dan aceitunas
‘señoritas’ muy cuidadas desde antes de nacer y muy ricas en aceite.
Tan rico el aceite que la lechuza lo bebía, según don Antonio
Machado, en el velón de Santa María y san Cristobalón la quería espantar…
Y todo eso que nos contaba don Antonio
del campo y los cortijos blancos y el ventanal por el que iba y venía la
lechuza.
Son, estos olivos, de aquí, de estirpe bravía. Se injertan
sobre pie de acebuche y tienen más que ver, al menos, a mí se me antoja así,
con los olivos de la mitología. Están emparentados con la estaca que clavó
Atenea en su lucha con Poseidón.
Luego, aquella
estaca dio una grasa cristalina que alimentaba
a los hombres, suavizaba las heridas y alumbraba en las noches negras. Otros
hombres navegaron por las aguas azules, turquesas, limpias del mar de Ulises y
los trajeron a este extremo. Y se quedaron aquí para siempre.
Hace miles de años las falúas fenicias vinieron, entre otras
cosas, con pies de olivos en sus bodegas. Y desde el mar, tierra adentro,
estaquillaron los campos de Osuna, de Córdoba, del Aljarafe, de las vegas de
Antequera…
Aquellos hombres dijeron qué había que comer y qué había que
beber para llegar a viejo. Por eso, a
Noé, después del chaparrón aquel tan grande, que dicen, les pilló en el campo, le
volvió la paloma con un ramito de olivo en el pico, y él, para que la fiesta
fuese completa… Ya se sabe.
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