jueves, 12 de diciembre de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La barca






Ella subió  a la barca allí donde el río se hace espuma de nácar y se confunde con la mar. Rizos de olas, bucles de sueños… Por allí, dicen, (miraba a la lejanía) se va el sol, cada tarde, camino de América; por ahí, viene cada mañana para andar su camino.  A un lado las copas de pinos hacen de palio a una tierra arenosa y llana, más bien ondulada; al otro, la tierra se abre y se va, de lejos, por entre viñedos y albarizas.

Ella subió y no se lo dijo a nadie. Tintineaban las estrellas en la noche oscura. De pronto, una embarcación potente pasó rauda muy cerca.  Ella sabía qué llevaba aquella embarcación. Sabía que río arriba otros hombres la esperaban. Mejor esperaban la mercancía de muerte y negocio, que van de la mano, y que iba en su interior.

El río en la quietud de la noche dibujaba un meandro grande, espacioso. Ya no tenía prisa. Toda la prisa se había quedado por las orillas. Estaban en el recuerdo el sabor a retama y a olivos tiernos. Todo era silencio. Solo el ruido del motor. Una brisa suave peinaba los arrozales de la marisma. Sabía que allí entre el verdor que ahora se veía todo oscuro, pastaban margaritas, en primavera, toros negros como era la noche negra, como era negra la apretura en su garganta.

Siguió río arriba. En el horizonte – el mar ya quedaban muy lejos – parpadeaban entre la oscuridad unas luces tenues, diminutas, casi imperceptibles, perdidas en la distancia. Eran las luces de los pueblos que bordeaban la marisma…

Había pasado un rato muy grande, tan grande que el cielo había tornado aquel color azabache de antes por otro cárdeno, más entrepelado. Anunciaba que, por Oriente, venía el alba.

Cuando se hizo de día. Ella dejó anclada la barca. Se acercó a la orilla, entreabrió, con sumo cuidado, las ramas de la vegetación de ribera y vio con su propia mirada cómo todo era quietud, sosiego, paz, y dejó que en la orilla y en la vegetación se quedasen prendidos para siempre sus prístinos ojos verdes…

Y entonces, como un murmullo de brisa por entre los árboles apareció él. En sus manos traía la rosa roja más bella de sus rosales. En la yema de los dedos una gota de sangre. Depositó un beso suave, casi imperceptible sobre la rosa y se la entregó a ella. Ella devolvió el beso sobre la rosa y con toda ternura la dejó en el canalillo de su pecho.


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