La Cancula es un parque que
nació donde casi terminaba el pueblo. Pero si se mira despacio, ni es un parque,
ni es ‘ná’. Para nosotros, sobre todo para los niños de entonces, era ‘el
parque’. Tenía sentido y vida propia. El primer paseo de mocito, el primer cigarrillo
furtivo, el sonrojo lejano de cuando el
amor era tanto…
Nadie sabe el porqué de su
nombre. De cuándo comenzó, sí. Tiene su origen en el vaciado de escombros del
derribo del Convento de la Monjas, o sea, el Beaterio - que no es un convento aunque pueda
confundirse – cuando aquello de las barbaridades de la guerra y esas cosas.
Una vagoneta, empujada por
hombres, encontró un vaciado idóneo entre la Cañería que bajaba del las
estribaciones orientales de El Hacho y la Haza de Bernabé. Luego, esa cañada,
casi siempre, seca – se conoció como el arroyo de los Azulejos – buscó salida
hacia el río, precipitadamente entre la carretera, Carretera de la Estación de
Álora, a los Baños que era cómo, entonces, se conocía a Carratraca. Para
salvarlo se construyó un puente, el puente de la Cabeza, que también tiene su historia
pero eso para otro día.
La Cancula – el vocablo ibero,
asigna el prefico ‘can’ a puente de
piedra, ¿habría allí un puente para salvar la cañada? – es el más singular de
los pequeños, diminutos, espacios verdes de Álora. No es bello, ni céntrico. No
es grande, ni tiene ninguna avenida por la que se pueda pasear o tomar la
sombra. No tiene ese lugar recóndito donde se pueda echar un rato. No, nada,
pero tiene algo que lo hace diferente: es nuestro.
En otro tiempo – no ha habido
alcalde que se precie que no haya llevado a cabo una remodelación – tenía setos
en los bordes y cipreses y algunos árboles escuálidos y un jardinero que se
llamaba Pedro, que se vestía de uniforme los días de fiesta y a los niños nos
tenía a raya.
En uno de los extremos hay un
ficus - un árbol de otras tierras – de grandes
dimensiones. Cada atardecer cientos de pajarillos busca entre sus hojas un
resguardo seguro para pasar la noche y cuando el sol declina por el Monte Redondo,
una sinfonía de pío, pío lo llena todo y deja, por un rato apagado el griterío
de los niños que juegan en los artilugios artificiales montados para ellos...
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