9 de febrero, viernes, El
día amaneció lluvioso, gris. No era una lluvia intensa ni fuerte, no. No era
esa monotonía que cae sin dar un momento de respiro, no. No era ese anuncio que,
a modo de mensaje, envía desde el telediario el hombre del tiempo y aconseja
que no se salga de casa, no. Eran espurreos de una borrasca que dicen que entró
ayer de madrugada.
Por el cristal de la ventana
corrían las gotas de agua. Era, primero, ese vaho que empapa y parece que no
moja, y luego se condensa y ya se sabe... Era eso que en otros sitios lo llaman
de maneras diferentes: orvallo, pamplineo, calabobos - ¡por cierto, qué nombre
más feo! – sirimiri y, entonces, pasaste tú. La radio informó que había llovido
fuerte en esas horas que vienen un poco antes del alba en otros lugares.
Ibas bajo un paraguas.
Caminabas con paso firme, seguro. Sabías a dónde ibas. No te detenías ni ante
los escaparates, ni mirabas a ninguna parte, ni te importaban los charcos que
se habían formado entre las losas de la acera. Seguías la dirección que lleva
quien sabe qué quiere y lo que quiere. Eras tú.
Las gotas de agua, al unirse
entre ellas, estrelladas contra el cristal de la ventana corrían despavoridas.
La diferencia de temperatura entre el interior y la calle le ponían una
película vaporosa. Todo estaba como borroso. Dificultaba la trasparencia. Las
gotas bajaban asidas unas a otras hasta el filo del quicio de la ventana y,
allí se quedaban… Pero, eras tú.
Pasó un coche; luego, otro.
Dejaban una estela de ruido sordo. Era como un rumor que no se paraba. Sonó un
claxon. Quizá quiso romper la magia del momento. A lo mejor, no. Lo hizo por
inercia. Sin saber por qué lo hacía.
Seguías tu marcha. Te alejabas.
Seguiste tu caminar con paso firme bajo el paraguas… Esquivaste a alguien que
bajaba – no lo he dicho antes, tú subías – en sentido contrario al tuyo.
Tu imagen estaba difuminada.
Los contrastes de los colores y la luz dejaban una figura borrosa. Tenías dos
marcos: el de la ventana y el de la luz. Las gotas de agua daban la belleza de
la Gracia de Dios que se venía para darte el encanto y el misterio que siempre
llevas contigo…
Te vi
pasar. Seguías tu camino. Desde detrás del cristal, amparado en no sé qué postura
de pasividad, te dejé seguir… Eras tú.
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