Entra noviembre con la caricia
de la lluvia en la ventana. Hay un repiqueteo de aguacero sordo y monocorde en el alféizar. Una música que no por sabida
suena a vieja. Es la lluvia que fertiliza y cae, mansamente, con tiento esta
noche sobre el campo. Reposa la campiña;
está a media vela la huerta. Enhiestos los cipreses… ¿En qué rama pasarán los
pajarillos el aguacero?
Los pámpanos de la parra
conocen la cercanía del final de su trayecto.
Han cumplido. Todo se termina para ellos. Brotaron cuando el calor apuntaba por
abril y el campo se pespunteó de flores y vistieron de verde como quien acaricia con
mucho mimo a los primeros racimos de uvas nuevas; luego, vino mayo, y ellos
fueron protección y sombra… Ahora ya saben que todo termina.
No hay alboroto de palomas en
el palomar. El frío y la lluvia las tiene recogidas. Buscan el calor del lugar
cerrado. Se apartan de la pequeña boca de entrada donde en las noches de aire
fuerte silba el viento que quiere entrar a tropel como si en su interior
viniese toda la caballería desbocada.
No ladran, tampoco, en la
lejanía los perros. Todo en el campo es silencio. Hay una paz diferente a la que otras noches
cubre el campo. Cae la lluvia. Tiene el encanto de todo aquello que cantaba el
‘poverello de Asís’ y brota del manantial de dentro el ‘loado seas mi Señor por
la hermana agua y por nuestra hermana la
madre tierra’. Y todas las criaturas ahora hablan con su silencio.
El reloj del ayuntamiento ha
dado la hora. No sé qué hora. Tampoco sé
a quién dirige el mensaje en las noches largas el reloj del ayuntamiento
de mi pueblo ni los relojes de los ayuntamientos todos los pueblos. Seguro que
habrá algún noctámbulo que comparta con ellos el momento… Seguro que esta noche
de lluvia mansa, placentera, el campo
también habrá escuchado las campanas del reloj solitario y olvidado que
da las horas, todas las horas, desde la
torre del Ayuntamiento…
No hay comentarios:
Publicar un comentario