domingo, 23 de junio de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La leyenda del beso







El muchacho desde su ventana veía, a caballo, sobre el horizonte, tres sucesiones de montañas. La primera gris y caliza. Con la reverberación de la luz del verano, a ciertas horas, parecía blanca; la segunda, una corriente de olas que al amanecer entre la bruma, tomaban un aspecto enigmático y embrujado. La  tercera, de tierra pizarrosa, salpicada de almendros y olivos.

El muchacho, daba sueltas a su imaginación y veía figuras en las cordilleras de nubes que, en ocasiones, y según soplase viento de levante o de poniente cabalgaban sobre las montañas.  Tomaban formas de seres mitológicos que solo tenían realidad en la fantasía de su mente.

Algunas veces, en las tardes de verano, las nubes se tornaban negras. Era el preludio de alguna tormenta. Antes, durante largo rato apretaba el calor y el aire se hacía irrespirable y plúmbeo. Algunas veces, las nubes, como por arte de magia, se disolvían; otras, si descargaban en la lejanía, el aire se hacía más fresco y liviano.

La casa, a ciertas horas,  estaba más vacía. A la casa le faltaba la esencia de la vida y él, el muchacho, la suplía con los recuerdos. Se agolpaban. Venían en tropel. Él, algunas veces, no sabía dónde colocar lo que era fantasía, anhelos, deseos o  la realidad cruda que imperaba en su existencia.

Recordó aquel día de despedida. Bullicio en la estación. La gente se apresuraba a subir  al tren que estacionado en una de las vías principales se aprestaba a salir. Era un tren de madera; la máquina, de vapor. El subió. Buscó su asiento. Bajó la ventanilla y alargó su brazo para tocar las yemas de los dedos de ella:

-         Yo te llevaría, dijo, ella… y el tren arrancó. Él no escuchó con el ruido el final de la frase.

Entonces, él gritó: Pues  yo te llevaría a contemplar el atardecer de Sines – la tierra de Vasco de Gama – en Portugal y ver cómo se hunde el sol en el Atlántico  y declina el día y cuando el sol, tapado por esa bruma  que siempre lo envuelve en el ocaso, se escondiese en el mar, entonces te daría el beso más bonito que te hayan dado nunca y sería un beso de leyenda, de crepúsculo y amor…

El ruido del tren, al arrancar, perdió los mensajes en el aire impregnados en el humo de la estación…




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