Escribo desde un hostal de
carretera. Bueno, hostal fue cuando en aquella ruta solo estaba él como lugar
de alojamiento. Echarse a la carretera, entonces, era como cuando los
peregrinos se ponían en camino desde cualquier lugar de Europa y tenían como
meta llegar a Santiago donde decían que un poco más allá terminaba la tierra.
Escribo a esa hora de la tarde
en la que, entre las flores del jacarandá, porque en la puerta, en un pequeño
jardín de césped muy cuidado, hay un
jacarandá, juega al escondite el viento. Es un viento suave, un viento que
acaricia como solo acaricia quien dentro encierra eso que llamamos cariño. Ese
cariño…¿sabes? Ese, sí, precisamente ese.
Canta en uno de los cipreses,
porque bordea el recinto unos setos de cipreses, un jilguero. Los jilgueros
anidan cerca de los lugares que habita el hombre. No se ve el nido. Debe ser
pequeño, bien hecho, primoroso, diría que coqueto y ahí ellos cada primavera
renuevan los misterios de la vida.
Sobre la mesa tengo un vaso medio
lleno de agua. Cuando saqué la botella de la pequeña nevera que está el rincón
junto a la ventana estaba fría. Pocas cosas reconfortan más que un vaso de agua
fría cuando se tiene sed…
-
Dame de beber
-
¿Cómo me pides agua a mí que soy samaritana?
-
Si supieras quien te pide beber…
Entorno los ojos. Pienso en el
pozo del pasaje bíblico. Pienso en un día de calor como el de hoy y en una
llanura solitaria y seca como la que tengo frente a mí al otro lado de los
cristales limpios de la ventana. ¡Hace tanto
tiempo que busco el agua fresca del pozo!
En el alero del tejado de
enfrente, mejor, bajo el alero hay un nido de vencejos. Llegan y salen los
pajarillos. Traen en sus picos insectos cazados en el azul limpio y puro del
cielo para alimentos de unos
pataletillos que no se ven aunque asoman unas cabecitas diminutas cada vez que
se acercan con la mercancía…
Escribo a esa hora de la tarde
en la que es más fácil dejarse envolver por la melancolía…
No hay comentarios:
Publicar un comentario