domingo, 2 de junio de 2019





Escribo desde un hostal de carretera. Bueno, hostal fue cuando en aquella ruta solo estaba él como lugar de alojamiento. Echarse a la carretera, entonces, era como cuando los peregrinos se ponían en camino desde cualquier lugar de Europa y tenían como meta llegar a Santiago donde decían que un poco más allá terminaba la tierra.

Escribo a esa hora de la tarde en la que, entre las flores del jacarandá, porque en la puerta, en un pequeño jardín de césped muy cuidado,  hay un jacarandá, juega al escondite el viento. Es un viento suave, un viento que acaricia como solo acaricia quien dentro encierra eso que llamamos cariño. Ese cariño…¿sabes? Ese, sí, precisamente ese.

Canta en uno de los cipreses, porque bordea el recinto unos setos de cipreses, un jilguero. Los jilgueros anidan cerca de los lugares que habita el hombre. No se ve el nido. Debe ser pequeño, bien hecho, primoroso, diría que coqueto y ahí ellos cada primavera renuevan los misterios de la vida.

Sobre la mesa tengo un vaso medio lleno de agua. Cuando saqué la botella de la pequeña nevera que está el rincón junto a la ventana estaba fría. Pocas cosas reconfortan más que un vaso de agua fría cuando se tiene sed…

-         Dame de beber

-         ¿Cómo me pides agua a mí que soy samaritana?

-         Si supieras quien te pide beber…

Entorno los ojos. Pienso en el pozo del pasaje bíblico. Pienso en un día de calor como el de hoy y en una llanura solitaria y seca como la que tengo frente a mí al otro lado de los cristales limpios de la ventana.  ¡Hace tanto tiempo que busco el agua fresca del pozo!

En el alero del tejado de enfrente, mejor, bajo el alero hay un nido de vencejos. Llegan y salen los pajarillos. Traen en sus picos insectos cazados en el azul limpio y puro del cielo  para alimentos de unos pataletillos que no se ven aunque asoman unas cabecitas diminutas cada vez que se acercan con la mercancía…

Escribo a esa hora de la tarde en la que es más fácil dejarse envolver por la melancolía…

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