El viajero pasó lo que antes era la frontera con
Francia en los Pirineos Orientales por La Junquera. Todavía el sol no estaba
muy alto. De allí se llegó hasta Le Boulou;
giró a la derecha, cruzó tierras de labor. Buscó el mar.
Se circula despacio. Todo está lleno. Es agosto;
vacaciones. Hace un sol que achicharra. Es difícil encontrar aparcamiento. La
gente va y viene. Es un río que no desemboca en el mar, casi todos se quedan en
la orilla. Caminan; llenan las terrazas; no hay sitio todo, completo.
En el cielo se recorta el castillo testigo de otro
tiempo. El viajero llegó hasta Collioure a eso de media mañana. Nostálgico y
emotivo. En un puesto callejero de flores, compra un adocena de rosas rojas.
Las deja sobre el granito que cubre a don Antonio. El viajero se acuerda de la
gente que quiere.
Recuerda otras visitas. La de la vez anterior era
febrero. Entonces, hacía frío. No había nadie. En aquella ocasión dejó un
ramillete de flores de almendros. Las había cogido en Figueras. Todavía
existían las fronteras. Los aduaneros no repararon, en aquella ocasión, en la
mercancía que entraba ‘ilegal’ en Francia.
El cielo está limpio; el mar, de azul rabioso. Les toits de Colliure, Matisse lo llevó
al lienzo a principios del siglo XX. Era el nacimiento del fauvismo o la fiereza
y la fuerza del color. Tampoco tuvieron
que esforzarse mucho los posimpresionistas; se les venía a la mano.
Un puñado de veleros juegan al escondite con olas.
Son olas pequeñas, de nácar. ¿Dónde están las sirenas cuando comienza a cambiar
la luz y dice que llega la tarde? Hay gente que se baña entre las rocas. Las
rocas le dicen al mar que ¡hasta aquí hemos llegado! El agua, limpia,
transparente… Parece que es agua de otros mares.
Los viñedos se asoman al acantilado. Llegan hasta
donde pueden hacerlo. Ni un paso más. El viajero musita por dentro las palabras
de don Antonio “y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la
nave que nunca ha de tornar…” Y, sigue camino.