viernes, 15 de enero de 2021

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Hombre

 

 

                                   


Abatido, solo, no habla. Es un hombre incomunicado con lo que le rodea. Parece que la vida le ha dado la espalda en los últimos recodos del camino. Viene de no sabemos dónde; va a alguna parte. No tiene prisa. Espera la llegada a su estación de destino. La prisa se la marca la velocidad del tren.  ¿Qué piensa el hombre que viaja en el tren de cercanías?

Viste con ropa ajada. Pantalón de pana, zapatos a juego, chaqueta de varios inviernos, jersey con una nota de colorido azul y el botón del cuello de la camisa desabrochado. A medio pecho, cuelgan unas gafas de viejo…

Por la ventanilla pasa opaco, desleído, un paisaje sin identidad. Una chica joven, en el asiento contiguo, está en lo suyo. El hombre le da la espalda. Se ha sentado en el filo del asiento, de lado, como quien no quiere molestar, como quien ha aprovechado el saliente del asiento.

La luz entra por la ventanilla. Viene de fuera y se refleja en el suelo del tren  limpio e impoluto con un brillo blanquecino. Este hombre irradia ahora una luz de viejo pero cuando fue joven expandió su propia luz, su luz interior, que iluminó a la gente que se cruzó en su camino.

Tiene perdida la mirada. El hombre mira pero no ve. Su mirada está extraviada, absorta. Está  cansado y ajeno, como en otro mundo. Es un hombre anónimo como una música que, de pronto, escuchamos en la lejanía y que no sabemos de dónde viene pero que está ahí.

Tiene el pelo blanco y grandes entradas. Es un hombre mayor, muy mayor y aparenta que está cansado, muy cansado. Como en los versos de don Antonio Machado tiene andado muchos caminos. El suyo, por lo pronto, está en un asiento anónimo, de un tren anónimo, en un destino anónimo…

Se protege con una mascarilla quirúrgica. Se defiende de la pandemia que nos acongoja. Su tristeza se trasluce a pesar de que él guarda todas formas sociales exigidas en la convivencia que nos rige.

Lleva, entre sus manos de dedos largos, finos y huesudos, un ramo de rosas. Viene de una floristería porque se las han envuelto en un papel de celofán. ¿Para quién serán las rosas? El ramo está, como el hombre, abatido. No llega a tocar el suelo. Lo dijo Juan Ramón: “como los hombres tristes, siendo tantos, cada uno solo”.


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