No quiero ser aguafiestas. No,
por Dios. No quiero aparentar lo que no soy ni por supuesto erigirme en adalid
de nada ni de nadie. Ni mucho menos. No quiero que estas líneas sirvan para que
a alguien, en un momento, le haga sentirse mal. Tampoco.
Acabamos de pasar eso que
llaman un puente. Otros lo han calificado de acueducto. Da lo mismo pero no es
igual. El puente puede ser más o menos largo. Por el transitan personas,
vehículos; por el acueducto solo agua. Las cosas en su sitio.
España – alguna gente de
España, claro – se ha echado a la calle. Literalmente no se cabía en el centro
de las ciudades, en la carreteras, en las ventas de los bordes de los caminos o
en ese eufemismo que ahora se ha dado en llamar ‘casas rurales’…
España ha huido de sí misma. La
gente ha cambiado de sitio porque iba en estampida como quien ve fantasmas y
corría y corría… Algunos envueltos en mañanas de niebla; otros en tardes
placenteras de sol. Castañares de otoño, campiñas donde a duras penas sale las
sementeras, choperas ya sin hojas en las orillas…
Un amigo, un entrañable y muy querido amigo, se ha ido estos
días, al país de enfrente. A ese al que llaman
el ‘amable vecino de enfrente’. Mi amigo ha enviado a nuestro grupo (se dice
colgar, cuando aquí no se ‘cuelga’ a nadie, quede claro) un ilustrativo
reportaje fotográfico.
El valor antropológico,
excelente. El valor de denuncia, aunque él no lo ha hecho con esa intención,
por supuesto, también. Dos mujeres, por las apariencias mayores, transitan por
la carretera cargadas con haces de yerba sobre sus espaldas. Van a alguna
parte. Casi seguro, a su casa… Son dos mujeres del Tercer Mundo. Éstas no ocupan
lugar en los escaparates. Me chirrían algunas cosas. Perdonen la pregunta: ¿A
qué jugamos?
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