viernes, 8 de noviembre de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Y, apareciste tú...


                            

Y, entonces, entre la niebla, apareciste tú. Era esa hora de la mañana en la que todavía no se había levantado el sol. Bueno, sí se había levantado. Se había levantado hacía un rato ni pequeño ni grande, solo un rato pero lo ocultaba la niebla. Todo estaba envuelto en una niebla espesa. No  se veía más de cuatro palmos adelante.

Apareciste, como cada mañana, doblando la esquina. Te habías apeado del tranvía, en la calle que está paralela, o sea, en la otra calle y tú cruzabas por un pasadizo que comunicaba las dos vías. Lo hacías cada día. Lo hacías con ese mecanismo autómata de quien conoce el camino porque es algo rutinario.

La mañana estaba fría, gris. El helor del ambiente hacía que las gotas condensadas en las farolas diesen sensación de una lluvia recién caída, o a lo sumo, caída unas horas antes, pero  no, no había llovido. Era solo la humedad de esas primeras horas de la mañana.  Lo ponía todo mojado, chorreando.

Ibas abrigada con una bufanda que te rodeaba el cuello, y con esa gabardina de cuello amplio, que te subías para dar calor a la garganta. Un cinturón te ceñía en la cintura y te hacía más esbelta. El zapato bajo te ayudaba a caminar ligera y con un paso firme de quien conoce y sabe muy bien el acerado que pisa. Tu pelo ondulado, esa gorra, semicaída hacia uno de los lados y el bolso colgado en tu hombro.  Eras tú, precisamente tú…

Cada mañana aparecías a la hora de siempre. En verano ya había sol, pero en estos meses de otoño donde se preludia invierno y es casi de noche la sensación de oscuridad daba un cierto encanto de misterio, embrujo y…, luego, te perdías entre la arboleda del parque.

Tú no lo sabías. No sabías que  yo, cada mañana, aguardaba que tú aparecieses. Te observaba desde detrás de la cristalera grande de la cafetería, empañada por el vaho caliente.  Yo no sabía dónde ibas. Estaba seguro que tu hora de entrada al trabajo era una hora exacta. Nunca te seguí, nunca supe de dónde venías ni adónde ibas, nunca supe dónde trabajabas,  nunca conocí tu nombre pero sí sabía que aquella mañana, como todas las mañanas, casi a la misma hora,  entre la niebla apareciste  tú…      

 


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