viernes, 21 de junio de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Santa Cristina de Riba de Sil






De Doade a Castro Caldelas – entre las sierras de San Mamede y Queixa -  la carretera es estrecha. Desciende. Cruza el Sil en su punto más bajo entre viñedos abancalados que, luego, trepan por la ladera casi desde la tierra al cielo. El agua del río, oscura, misteriosa. En Castro Caldelas – con un castillo testimonio de otros tiempos y una fuente de agua muy fría, mejora la carretera. Luego, un poco más adelante, se gira a la derecha. Lleva a Parada de Sil y a los Bacones de Madrid.


Dicen que allí, mejor, desde allí se descolgaban para decir el último adiós al emigrante que buscaba el mundo más allá de aquellos parajes donde la vida pide mucho y da poco. Todo es una lucha constante contra la adversidad.

A Santa Cristina de Ribas de Sil  - el desvío, otro más, está en Parada – se llega por una carretera estrecha, tortuosa y muy peligrosa. No tiene arcenes ni quitamiedos. Han echado gravilla suelta por la calzada. En la curva pronunciada del Mirador de Cividá derrapa un poco el coche.

-         “¡Cuidado!, puede hacer un trompo”.

Desde la ermita de San Antonio hasta el monasterio, el paisaje, sobrecogedor. Bosque espeso de castaños. No hay ningún ‘pelaero’ que hable de otros habitantes que hurguen en esta espesura. Todo tiene  encanto, embrujo, un pellizco interior que no deja que se escapen los suspiros, un ¡ay! contenido, asombro, admiración…

Santa Cristina – en el corazón de la Ribeira Sacra - era monasterio ya por el ochocientos; en el siglo XII pasa de depender de los benedictinos de San Esteban. Ahí comenzó su declive, en el XVI se reconstruye el claustro; en el XIX, la desamortización de Mendizábal firma su final…




Sigue el castañar milenario de Merilán en la ladera del monte Varona; abajo, en la profundidad oscura e ignota, el Sil.  En medio, el bosque. Todo es tupido, oscuro, impenetrable. El viajero entra en el templo, frío, abandonado. Una congoja interior se sube a la garganta. No sabe si siente que entre las hojas corren aires de gregoriano benedictino o son las meigas que se burlan de los osados – como él soñador empedernido - que se atreven a bajar a estos parajes a donde no llega casi nadie…




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