domingo, 17 de marzo de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Cancula







La Cancula es un parque que nació donde casi terminaba el pueblo. Pero si se mira despacio, ni es un parque, ni es ‘ná’. Para nosotros, sobre todo para los niños de entonces, era ‘el parque’. Tenía sentido y vida propia. El primer paseo de mocito, el primer cigarrillo furtivo,  el sonrojo lejano de cuando el amor era tanto…

Nadie sabe el porqué de su nombre. De cuándo comenzó, sí. Tiene su origen en el vaciado de escombros del derribo del Convento de la Monjas, o sea, el Beaterio  - que no es un convento aunque pueda confundirse – cuando aquello de las barbaridades de la guerra y esas cosas.

Una vagoneta, empujada por hombres, encontró un vaciado idóneo entre la Cañería que bajaba del las estribaciones orientales de El Hacho y la Haza de Bernabé. Luego, esa cañada, casi siempre, seca – se conoció como el arroyo de los Azulejos – buscó salida hacia el río, precipitadamente entre la carretera, Carretera de la Estación de Álora, a los Baños que era cómo, entonces, se conocía a Carratraca. Para salvarlo se construyó un puente, el puente de la Cabeza, que también tiene su historia pero eso para otro día.

La Cancula – el vocablo ibero, asigna el prefico ‘can’ a puente de piedra, ¿habría allí un puente para salvar la cañada? – es el más singular de los pequeños, diminutos, espacios verdes de Álora. No es bello, ni céntrico. No es grande, ni tiene ninguna avenida por la que se pueda pasear o tomar la sombra. No tiene ese lugar recóndito donde se pueda echar un rato. No, nada, pero tiene algo que lo hace diferente: es nuestro.

En otro tiempo – no ha habido alcalde que se precie que no haya llevado a cabo una remodelación – tenía setos en los bordes y cipreses y algunos árboles escuálidos y un jardinero que se llamaba Pedro, que se vestía de uniforme los días de fiesta y a los niños nos tenía a raya.

En uno de los extremos hay un ficus  - un árbol de otras tierras – de grandes dimensiones. Cada atardecer cientos de pajarillos busca entre sus hojas un resguardo seguro para pasar la noche y cuando el sol declina por el Monte Redondo, una sinfonía de pío, pío lo llena todo y deja, por un rato apagado el griterío de los niños que juegan en los artilugios artificiales montados para ellos...




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