El pozo estaba al final de la ladera donde confluyen las cañadas que bajan de Las Lomas por la colada, y la otra, la que viene
desde la Atalaya por el Cerro del Cura. El pozo tenía su sitio, a un lado del
camino, junto a unos olivos viejos, apartado del cauce por aquello de cuando
venían las crecidas del otoño.
Tenía un brocal de piedras. Dos
pilares. Uno circular y ancho, lo bordeaba por uno de los lados; otro, más estrecho y largo donde bebían las
cabras cuando, cada tarde, el cabrero las llevaba a darles agua…
En su muro una oquedad abierta,
o sea, sin puerta. Los niños nos asomábamos y siempre apoyábamos los brazos a
ambos lados para evitar que el cuerpo se pudiese desplazar hacia adelante. El agua
estaba en el fondo, quieta.
Desprendía un olor diferente. Era agua estancada. Dejaba
que se reflejasen, según la luz y la hora del día, las ramas de la higuera que
crecía en sus paredes.
Sobre las cabezas un listón de
madera tenía enganchada una garrucha y un cubo de cinc amarrado con una soga de
esparto. Cuando los hombres llegaban al pozo y la accionaba gemía un chirrido
metálico y seco.
La soga de esparto mojada se volvía suave y desprendía como cuentas de
un rosario de gotas que caían sobre el agua, entonces aparecían unas olas concéntricas
que morían junto a las paredes del pozo.
-
Niño, no te asomes al pozo…
-
No.
Había otros pozos. Uno,
en un huerto con un árbol verde… De él decía
Juan Ramón que era un pozo blanco… Allí volvería, un día, después de
haberse ido, su espíritu errante y nostálgico pero ya no habría hogar, ni árbol
verde, ni pájaros cantando, ni tocarían
como cada tarde las campanas del campanario, ni el pozo sería blanco…
Hay, también, otro pozo. Está
en la ladera de un monte a donde llegan las brisas del mar azul y cercano. La
tierra, moteada de almendros y olivos,
matorrales y pasto. Es un pozo, agujero negro, que ha podido segar -¡Dios, por lo que más quieras, que no sea cierto !- una vida blanca,
blanca como solo puede ser el alma de un niño de dos años…
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