viernes, 8 de septiembre de 2017

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La orilla

La calle Carmen lleva a la mar. La calle Carmen abre una puerta y se asoma a la orilla.  Se asombra.  Enfrente, todo es inmenso. Está la mar.  Hay un murmullo de olas. Sopla un levante suave. Es más que brisa y menos que viento. Acaricia la cara: es agradable…

Viene a recostarse la espuma a pie de arena en la playa de la Costilla – porque estoy en Rota – y miro a la lejanía. Y, comento un imposible. Parece, digo, que allí, en el horizonte, entre la brumas se levantan montañas. No puede ser. Allí, muy lejos, tan lejos que… está esa tierra de la que Nino Bravo dijo que cuando Dios creó el edén pensó en América.

Por la lejanía pasa un barco. Parece que está quieto; más adelante, otro; y, otro… Es la gente que usa la mar porque la mar es su camino. Vive en la mar. Es gente a la que no conoceremos nunca. Van de puerto en puerto haciendo travesías  enormes. Los otros, los barcos más pequeños,  los que irán a buscar cuando llegue la noche el sustento de la pesca están ahí anclados; esperan su hora.

Mis pensamientos viajan por el agua azul que se rompe en crestas de plata. A la izquierda, la realidad me dice que, entre la bruma difuminada,  está Cádiz. Esa ciudad donde cuenta los milenios como en otros lugares cuenta los días. Y hay un rizo de olas que van y vienen por la bahía.

Se ha quedado sola la arena de la playa. Es septiembre. Se han ido los bañistas y, ahora la mar está en calma. Cualquier día llegan los temporales que entran, desde el Atlántico por el Golfo y entonces, ahítos de nubes y agua serán bendición para el campo que  la pide a gritos.

Miro y contemplo. No hablo. Mejor, hablo conmigo mismo sin palabras y me voy de la mano con el niño que nació tierra adentro y que se sobrecogen y sueña con buques que van a otros puertos y con sirenas que están en otra playa  y  con veleros de velas blancas, y…

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