Hay un murmullo de ladridos. Las noches se llenan de
búhos que vuelan de cerro en cerro. Alguien dijo que los perros ladraban a la
luna. Eso es bonito. Al igual no es del todo verdad y a lo que ladran los
perros es al miedo ante lo que se mueve en la oscuridad.
Me decía un viejo amigo del campo que él conocía,
por el soniquete, a qué ladraban los perros. Unos ladran, me contaba, a alguien
que pasa por el camino; otros, a algún zorro que se acerca o a las alimañas que
bajan de las sierra. Ladran también a otros perros que le responden, desde la
lejanía, al amparo de la noche.
El panorama político ha estado con mucho ladrido
últimamente. Que no se ofenda nadie. Quiero decir a voces inconexas que buscan
más humillar y vilipendiar a quien no piensa igual que a una exposición lúcida
de ideas.
Cuando yo era niño, Ladislao Vadja nos hizo llorar
con una película sobre un texto de José María Sánchez Silva. La Alberca, ese
lugar perdido en la Sierra de Francia en tierras de Salamanca, acogía un
convento de frailes franciscanos. Un niño abandonado ponía todo lo demás…
Acabo de leer en la prensa que ha muerto cuando casi
tocaba el siglo con las manos Carlota Bilbao que coprotagonizó la película. Los
niños de entonces coleccionamos las estampitas del álbum. Frailes, Marcelino, -
“Marcelino, pan y vino”, que así se llamaba y se llama - el alcalde y el
mercado del pueblo eran casi como de nuestras casas.
Marcelino tenía miedo por las noches. Ya se sabe: lo
búhos, a sus anchas, entre paredes derruidas; la campana que tocaba sola con el impulso del viento; la penumbra del convento en aquella soledad
del campo charro…
Ahora, de grande, parece que el miedo sigue aún por
los aleros de los tejados. Vamos que nos
entra por las antenas de la televisión y nos traen imágenes de personas con
unos comportamiento muy raros.
Me daban miedo, entonces, cuando yo era niño, las
noches de Marcelino; me dan miedo, ahora de grande, estas noches de un otoño que dora choperas en las
orillas de los ríos y endurecen, demasiado, algunos sentimientos.
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