domingo, 2 de octubre de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Sorolla

Es la eclosión de la luz; la fuerza de lo blanco; colorido  que arrebata, empuja y hace que se escondan los otros colores. Es mediterráneo y valenciano; es perfume de flores que no se ven pero se presienten.

Joaquín Sorolla se trajo de Valencia, porque Sorolla era valenciano, toda la luz que fue capaz de encerrar en su alma de artista. A los dos años, huérfano. Lo crían sus tíos. No tiene vocación de cerrajero – profesión de su tío - . Su tío ve que lo del niño es la pintura; lo deja volar.

Joaquín Sorolla viaja por Europa. Se instala en Madrid. Desde muy pronto el público – el mundo del arte, también – lo valora como lo que es: alguien excepcional. En 1883 se encuentra con Velázquez en El Prado; en 1888 hace el gran descubrimiento de su vida: Clotilde; Clotilde García, su mujer. Alguien dice que es la mujer más ‘retratada’ de España. “Pintarte y amarte, eso es todo ¿te parece poco?”

Clotilde es su pasión. Le da soporte emocional y, además, le quita de la cabeza las cuitas económicas. Es su marchante, la administradora de los bienes porque Sorolla gozó, a diferencia de otros artistas, de estabilidad económica. Se hacen un palacete, General Martínez Campos 37, Madrid,  en el que vivieron y él trabajaba.

El contacto con la Hispanic Society of America le encarga una colección de grandes cuadros sobre España. Trabaja duro; deja en la impronta de su pintura a personajes de una España profunda y real; de una España desconocida para muchos pero no para él que recorre, palmo a palmo, su tierra.

Sorolla quiere llevarse consigo, a su casa, el embrujo de la Alhambra con sus mirtos y arrayanes; los mosaicos de Sevilla; y el perfume  de Valencia. En el jardín de entrada les da cabida a los tres. La muerte le manda el primer aviso trabajando precisamente ahí. Pintaba a la mujer de Ramón Pérez de Ayala. La hemiplejia le impide seguir. En Cercedilla, diez de agosto de 1923…

Ahora Madrid, en este otoño que se resiste a llegar, mientras se deshojan los plátanos orientales de la calle,  invita al deleite de la  obra del valenciano universal; el viajero, lo hace.  

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