Después de comer, se fueron en busca de nidos de
pajarillos al otro lado del río. Era una tarde calurosa del mes de mayo.
Amarilleaban las cebadas; estaban en tiempo de siega las vezas; granados, los
trigos; las habas ya habían tenido su momento. Solo tenían un verde vigoroso
las hazas sembradas de garbanzos.
Los niños decidieron aquella tarde hacer la rabona;
la hicieron. No fueron a la escuela. Tomaron la dirección para bajar al río por
el Camino de la Vega Redonda. Era un camino, ancho, espacioso, con granados en
las veras lo que le daba aire de aventura porque todo estaba muy tupido.
Cuando pasaron por delante del molino de harina vieron
cómo estaba cargado de fruto el ciruelo blanco. Las ramas casi llegaban al
suelo. Las ciruelas eran sensuales, apetitosas y ahítas de azúcar que las hacía
reventar cuando ya estaban muy maduras.
El molinero tenía un perro, alunarado, con muy malas
pulgas. El molinero le había hecho un chozajo con restos de palos de una obra y
unas chapas de un bidón oxidado. El perro estaba atado con una cadena fijada a
un alambre grueso. Corría a la par del camino. Enseñaba las fauces elevando el
labio superior y mostraba una dentadura blanca y afilada. El perro no dejó de ladrar hasta
que los niños desparecieron por la curva siguiente.
Hacía calor. Los niños se desprendían poco a poco de
la ropa. Sudaban por detrás de las orejas, por la frente, por la espalda…
Cruzaron la vía del tren por el paso a nivel. El guardabarrera los vio y con
una sonrisa socarrona les lanzó una pregunta a la que no esperaba respuesta “Y,
¿hoy, qué?
El río llevaba una corriente de agua clara y limpia.
Pasaron, sorteando la chorrera de piedras blancas y lisas, redondeadas por la
erosión del agua y del tiempo. En el río
habían crecido las aneas. Por río nadaban los pececillos nacidos del primer
desove.
Los niños se adentraron en la huerta de enfrente. En
la cruz de un limón había un nido de
mirlos. Tenía tres pataletes; más adelante vieron otro, pero ya estaba volado.
Se encontraron con otro nido. Era de chamarines; y uno de jilgueros. En la
alameda del río zureaban las tórtolas…
-
Oye, ¿y si se entera tu madre que hemos
hecho la rabona? Nadie dio por oída la pregunta. Tampoco, hubo respuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario