sábado, 23 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Las nuestras: Isabel de Madariaga

De joven fue una mujer de ojos dulces, pelo recortado y boca grande. Tenía la belleza extraña de quien esboza una media sonrisa y dice mucho. Era una Gioconda pero con más gracia; de mayor, el tiempo dejó su huella pero no perdió la profundidad de la mirada.
Nació y murió fuera de España. Anheló retornar; no lo consiguió. Tuvo un reconocimiento internacional; su país se lo negó. Es normal en esta tierra nuestra donde cuesta tanto prestigiar lo propio sobre todo cuando es alguien brillante y que sobresale a los demás.
Hija del político e intelectual Salvador de Madariaga y de Constance Helen Margaret, historiadora británica. Madariaga fue ministro en la República. De su padre heredó la riqueza de vivir en muchos sitios diferentes; de su madre, el amor por la Historia.
Isabel fue una luchadora desde la infancia. Políglota, hablaba francés, inglés, alemán, ruso, italiano y español. La BBC  la reclutó como traductora durante la II Guerra Mundial. Después trabajó, casi siempre, en el Reino Unido.
Fue la primera mujer que se matriculó en la Escuela de Estudios Eslavos y Europeos del Este en Londres. Experta en la Historia de Rusia publicó una de las obras cumbres sobre Catalina la Grande, poco aceptada por los historiadores rusos que se paraban en los aspectos de protestante y alemana…
Le podía la nostalgia. A su casa se llegaba a través de un pequeño jardín; a ella no le llegaba el reconocimiento - el franquismo prohibió su obra - de su propio país donde es una desconocida. Amó la tortilla de patatas y todo lo que le recordaba su tierra de la que se fue con ocho años.

Isabel vivía en una casa típica de Londres. Nonagenaria, sola entre libros y con papeles ‘muchos papeles por el suelo’. Donó su biblioteca al Estado Español. Los libros encerrados en cajas esperaban el momento de encontrar su sitio en la Biblioteca Nacional que escogió trescientos; el resto, al  IE University.

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