jueves, 21 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Abejarucos

Han venido los abejarucos. Los ha traído la brisa de la tarde. Han venido como se fueron; es decir, sin hacer ruido, casi en silencio. El piar ha llenado el cielo. Y, de pronto una banda – como un arco iris de plumas – llenó el espacio que se abría con un azul distinto, con ese otro azul con que se viste el cielo cuando quiere celebrar algo especial.

Se fueron con el otoño. Los que saben dicen que se van, y vuelven luego de sitios muy lejanos. Se vuelan más allá, mucho más abajo de esas arenas ardientes del desierto. Cruzan espacios largos y regresan, cada año, cuando el campo se viste de primavera, o lo que es lo mismo de trigos espigados, de almoradux en las laderas; de margaritas en los caminos.

Los abejarucos cuando pasen unos días y lleguen los calores de estío serán los únicos pájaros que pasean en esas tarde de fuego que abraza y achicharra. Ya habrán sacado sus crías. Volarán con ellos. Ahora, en la barranca del río, se van y se vienen y hacen esas oquedades largas como si fuesen constructores de su propio metro en una ciudad de cárcavas donde solo viven ellos.

Decía el poeta del campo José Antonio Muñoz Rojas que tiemblan las colmenas con sus presencias. Las abejas sienten el miedo de saber que su enemigo está cerca; las atacan sin piedad.

Otro poeta, también, del campo, Antonio García Barbeito, dejó dicho para quien quiera saberlo:  “(…) y me hablaba de la gran importancia de cualquier cosa pequeña y eterna: el vuelo de un abejaruco – ‘parecen nacidos del arco iris’-, el temblor de una rama, el sonido del agua del río, una luz echada sobre un verde vivo…”.


Ya están aquí. Los ha traído la brisa de una tarde de abril. Son compañeros del sol de primavera; son amigos de las flores y los tajos en las laderas del río, en las costeras del monte. Son esos pajarillos extraños de piar uniforme y mecánico amantes del calor sofocante del verano y que a mí me hablan de Dios cuando cae la tarde.

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