sábado, 16 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Renoir

Pierre Auguste Renoir es un pintor impresionista francés. Nació en Limoges en la mediación del siglo XIX. Buscó con ahínco la belleza plena. Las flores, el campo, el mundo que lo rodeó y la mujer fueron las obsesiones de sus lienzos.

Tuvo contacto, en la niñez, con los pintores que decoraban la porcelana en su ciudad. Renoir jugó a la decoración como los niños de Triana jugaban al toro con el sueño de una muleta en la camisa de niño pobre. Después vivió en Paris. Allí entró en contacto con el mundo de la música.

La pintura de Renoir es la eclosión del color y la belleza. Pintó el mundo que lo rodeó. Sus flores no son unas flores como las que pintaban otros artistas de su tiempo y sus desnudos no son una continuidad de los desnudos de Rubens. Renoir es uno de los grandes – si no el que más – del impresionismo.

Su pintura es sutil. Llena de matices, plena de luz y vibraciones; puntual y sin escorzos; pletórica como aquellas verónicas de Morante, una tarde de junio, en la faena memorable de 2013, en Córdoba,  al toro de Juan Pedro.

Renoir ve el mundo de una manera placentera. Sus cuadros son luz y color; un manual para entender la primavera. El color la exaltación de la armonía llevada a la variedad de matices en el máximo de su esplendor. Sale al campo; pinta lo que le rodea. Montmartre  - donde vive – es fuente para su inspiración.

Canta a la vida. Es la vida que él ve por las calles de París por el campo, por las orillas de los ríos. La ciudad – Paris, por aquellos años - estaba sumida en un mundo convulso de revoluciones y comunas y Renoir ve las flores de los parterretes de la Tullerías. “Sus flores, abren; sus frutos maduran”.

Le da una importancia enorme a la figura humana. Los ojos de sus mujeres miran y ven. Palpitan; tienen vida. Son una carga de sensualidad. Sus cuadros, la “celebración pagana de la gloria de la mujer”.


Murió de una neumonía; está enterrado, junto a su mujer, en Essoyes.

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