lunes, 11 de abril de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Tarde de abril

Al atardecer cantaban los mirlos en el soto del arroyo. La sinfonía era única. La tarde se iba con lentitud y a uno le invade un gozo enorme cuando asiste a estos espectáculos breves y singulares, al mismo tiempo que siente cómo brota la melancolía más íntima en lo más profundo. Parece un contasentido; no lo es.

Debe haber un nido cercano a la casa. En el pimpollo del almecino cantaba y cantaba, sin cesar, un carbonero. Era pura delicia escucharlo. Iba a lo suyo. Lo contemplé durante un rato. No se movió. Es más, creo que ni me echó ninguna cuenta.

El periódico trae noticias de desencuentros. La gente no se entiende. ¿Será que no quiere entenderse? Cuesta pensarlo. Dan pie a ello. Hay cosas imposibles que se consiguen; otras más simples… ¡Cuestan tanto!

Pasa por la calle una pandilla joven. El mundo está en sus manos. Llevan – algunos – la mirada atrapada en la pantalla del teléfono móvil. Me asombra la vida social que tiene esta gente. Siempre se las andan en una comunicación con alguien.

La tarde lluviosa de abril está preciosa. Han caído varias bruscas. Se han escapado a voleo. Cómo y por donde han querido. Después de la lluvia El Hacho se ha coronado de azul pureza. El agua de abril es buenísima. Los viejos dicen que ‘abril hace al campo’. Este año me temo que viene tarde.

Están espigados los trigos. Un amarillento de madurez prematura se ha extendido como un manto sobre las lomas. Esta mañana en el bar hablaban entre sí. La conclusión, clara: “el campo ya se ha ido”. Los bordes del camino están ahítos de margaritas; hay algunas amapolas y florecillas lilas, muchas florecillas lilas, azules, violetas…


La tarde me recuerda a aquellas tardes en que Juan Ramón le hablaba a Platero y quería enseñarles las rosas azules, las rosas blancas…

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