El campo lleva la tristeza en la cara, como los
pobres que pedían, de puerta en puerta, una limosna y se le despedía, y no siempre
con lo que había pedido, y el pobre seguía andando, calle abajo, con sus
miserias a cuestas.
No llueve, no quiere llover. El hombre del tiempo
parece que nos engaña, involuntariamente, y anuncia que para pasado mañana, que
si para el fin de se semana que si… Enciende una leve luz de ilusión a quienes están
hundidos en la desesperanza. El pabilo de la vela apenas alumbra.
Casi no verdeguean las lomas; no han corrido los
arroyos; no han sacado agua las cañadas. Los pozos tocan fondo y el río es un
reguero sucio y maloliente que marca su sendero entre cañaverales y olmos en la
desnudez del invierno.
Hablan del cambio climático. Puede que sea así.
Regiones amplias del Reino Unido llevan un montón de días bajo las aguas.
Ahora, el asunto se ha bajado y le toca a esa punta verde de España que se
llama Galicia. Las imágenes de televisión son dantescas.
No habla nadie de experimentos nucleares de hace
unos años hechos por los rusos en el Ártico. Escucho que las temperaturas
provocadas por el atentado salvaje fueron muy superiores a las alcanzadas en
Hirosima y Nagasaki… ¿Eso tendrá algo que ver?
No han florecido los almendros como tenían que estar
ya por este tiempo; las naranjas no son chorros de néctar cuando se exprimen y
sus gajos están sequerones por dentro; no hay una solo esparraguera brotada. A
duras penas el campo ha pasado el otoño. Anuncian frío polar para dentro de
unos días.
Alguien dijo que aquí nos ahogamos siempre. O por
exceso de de agua, o por falta. Debemos andar en la segunda acepción. El campo
pide agua; el campo necesita el agua; los cuerpos y las mentes calenturientas,
también.
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