martes, 24 de noviembre de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Paz




Y, este paisaje – le preguntaría a Dios si no tuviese un tufillo de insolencia - ¿de dónde te lo has sacado?  Y,  Dios que calla siempre, esbozaría una sonrisa y miraría y no diría nada y se quedaría en silencio y…

Se va la tarde. El sol se hunde en el horizonte; el día se acaba. Es el fin de la jornada. La luz, la sagrada luz del Sur, por un rato se echa a dormir y se recupera de trasiego del día. Merece un descanso.

Unas manos de ángeles anónimos han derramado una sinfonía de colores en esa línea donde el cielo y el agua se unen. Predomina el rojo; un rojo intenso como el amor imposible, como el amor que se sueña y no se alcanza, como una calentura grande, como el amor primero…

El sol ya no es un disco de fuego; no deslumbra. Está entregado. Es un dios de oro derrotado y expulsado del Olimpo. Permite que se le hable de tú. Está a punto de entregarse. Acecha la noche.

No quiere irse. Hay un último intento. Se refleja en la arena de la playa, o sea, en esa película de agua que es remisa a unirse con el azul donde viven los peces grandes y chicos, donde se entierran los sueños de quienes pensaron en un paraíso al otro lado.

La arena conserva las huellas de unos pasos que fueron a alguna parte. ¿Sería un hombre solo? ¿Serían los pasos de una mujer que perseguía sus sueños?

La primera luz  - luz de los hombres - de la noche se ha encendido en el espigón del morro. El espigón se adentra en el mar. Es osado. Llega a dónde no llegan otros. Allí romperán las olas cuando se arranquen los temporales de levante y el mar se ponga bravucón y pendenciero.

Dos hombres lanzan las artes de pesca. Juegan con la penumbra; la luz  se apaga. Saben que a esta hora las aguas están tibias, templadas. Es una hora propicia para que piquen caballas, gallinetas, sargos, algún jurel despistado…


Todo está en calma. Un amago de olas mece el azul oscuro y profundo. Todo está en paz. Y, allá, al fondo, la luz, la luz sagrada. ¡Oh, Luz de Dios…!

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