domingo, 2 de agosto de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Mar

Está ahí. Desde no se sabe cuándo. O sea, desde siempre. Está ahí. Quieto y yendo y viniendo. Como esa sucesión de días que llamamos tiempo. Está ahí esperando a unos que llegan cuando, periódicamente, dicen que vienen las vacaciones, y la gente se le acerca y goza de él. Está ahí…

Hay días que el mar está quieto. Dormido, placentero. Engaña como engañan algunos ojos, a veces, y no anuncian el volcán que llevan dentro. Es ese mar de calma chicha, de agua que imita a un estanque, de agua azul por la que sobrevuelan las gaviotas y navegan los veleros y deja que se acerquen las sirenas.

Otras veces, se muestra como niño revoltosillo y travieso. Las olas vienen encrespadas. Se estrellan contra las rocas. Son un manojo de espumas y nácar. “Si das en ir a la playa / ten cuidado con las olas / las primeras te acarician / y las últimas de ahogan”. Son olas a las que le viene corto el rebalaje y quieren adentrase por la arena.

Cuando el mar se pone bravo y furioso es temible. Es ese mar tenebroso de los cuadros de las marinas de William Turner o de Esteban Arriaga. Es ese mar de monstruos en sus entrañas que devora pescadores y barcos de los que nunca más se supo. Es ese mar que se corona con cielos de nubes negras como si todas las fuerzas se confabularan juntas.


Hay imágenes placenteras de las playas. Donde no se cabe (hay gustos de difícil explicación) y la gente se agolpa y se estorba y comparte arena, sudor y calor. Hay otras imágenes donde es una gozada disfrutar de ese rumor que viene con la cadencia propia de lo que es extraordinariamente bello. De lo que no tiene igual. Del mar, de la mar que siempre está ahí… esperando quieto y que va y viene.

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