Está ahí. Desde no se sabe cuándo. O sea, desde siempre.
Está ahí. Quieto y yendo y viniendo. Como esa sucesión de días que llamamos
tiempo. Está ahí esperando a unos que llegan cuando, periódicamente, dicen que
vienen las vacaciones, y la gente se le acerca y goza de él. Está ahí…
Hay días que el mar está quieto. Dormido, placentero. Engaña
como engañan algunos ojos, a veces, y no anuncian el volcán que llevan dentro.
Es ese mar de calma chicha, de agua que imita a un estanque, de agua azul por
la que sobrevuelan las gaviotas y navegan los veleros y deja que se acerquen
las sirenas.
Otras veces, se muestra como niño revoltosillo y travieso.
Las olas vienen encrespadas. Se estrellan contra las rocas. Son un manojo de
espumas y nácar. “Si das en ir a la playa / ten cuidado con las olas / las
primeras te acarician / y las últimas de ahogan”. Son olas a las que le viene
corto el rebalaje y quieren adentrase por la arena.
Cuando el mar se pone bravo y furioso es temible. Es ese mar
tenebroso de los cuadros de las marinas de William Turner o de Esteban Arriaga.
Es ese mar de monstruos en sus entrañas que devora pescadores y barcos de los
que nunca más se supo. Es ese mar que se corona con cielos de nubes negras como
si todas las fuerzas se confabularan juntas.
Hay imágenes placenteras de las playas. Donde no se cabe
(hay gustos de difícil explicación) y la gente se agolpa y se estorba y
comparte arena, sudor y calor. Hay otras imágenes donde es una gozada disfrutar
de ese rumor que viene con la cadencia propia de lo que es extraordinariamente
bello. De lo que no tiene igual. Del mar, de la mar que siempre está ahí…
esperando quieto y que va y viene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario