martes, 26 de mayo de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Pequeñas grandes cosas.

Estoy sentado donde siempre. Pasa el avión que cada día, a esta hora, cruza el cielo azul y limpio de mi pueblo. Cantan – pian, mejor – los gorriones en los aleros, o sea en el tejado de la casa de enfrente. Pasan coches, más coches. Hay ruido; sube de la calle un clamor de voces de mujeres…

Me miran, como cada día, los montones de libros que llevan no sé cuánto tiempo ahí en los anaqueles. Soportan el paso del tiempo que pone sus hojas un poco más amarillas que el día en que, con mucha ilusión, se despidieron de aquellos con los que convivían en las estanterías de una librería cualquiera.

Vinieron de mi mano. Era la ilusión de quien depositó un dinerillo a cambio de traerlos consigo. Reconozco que no he sido ni cortés ni educado ni complaciente con ellos. A algunos los dejé primero, sobre la mesa; luego, sobre el sofá o la silla y un día, los subí a su sitio correspondiente. ¿Qué se dirían – si es que los libros se hablan entre sí - cuando se vieron junto a otros compañeros por primera vez?

Todo lo que me rodea son pequeñas grandes cosas. Recuerdos comprados por los caminos del mundo; regalos de amigos; obsequios que llegaron un día sin saber por quién ni por mano de quién. Están aquí conmigo. Viven mi vida. Un día  se quedarán solos y serán otras manos y otras voluntades quienes decidan sobre ellos.

Como el maestro Alcántara: “vuelvo a andar el camino desandado / y en mi paso resuenan las cadenas…” Recuerdos que forman parte de mí. Lo que me rodea. Canta, en un corral lejano, un gallo. Algo raro ha tenido que entrar en el gallinero…

Las pequeñas grandes cosas. La felicidad vive en el reino de las pequeñas cosas: el recuerdo de una canción, una ventana con flores; aquella mano de mi madre que me ayudaba a subir al tren cuando ir a Málaga era ir muy lejos. La mano que me levantó la tarde aquella… Ya ven uno a veces se pone así. Deben ser cosas de viejo.

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