sábado, 2 de mayo de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La gatera

Era una tronera pequeñita. En uno de los ángulos de la puerta. Comunicaba unas dependencias con otras. A puerta cerrada por allí no pasaba nadie, salvo los gatos que tenían libertad de movimientos amparados en la oscuridad. Y como tenían el espacio propio para su cuerpo…

En las casas del campo no había luz eléctrica – ni otras muchas cosas, claro – un quinqué de petróleo, un candil con aceite que alimentaba una torcía de algodón o cáñamo y, si era invierno, una buena candela con leña de la hacina: leña menuda y leña recia.

La luz, la precaria luz de los artilugios tan precarios alargaban las sombras, daban aspectos a las figuras de las personas, como si fuesen una obra de El Greco en blanco y negro aunque ninguno de nosotros sabíamos ni de su existencia ni, por supuesto, quién pudiese ser ese Señor

Los ratones y otros bichejos de la noche campaban a sus anchas. Los gatos eran, además de sus enemigos naturales, los guardianes de la casa contra los elementos (elementos en sentido peyorativo) que roían los sacos de arpillera, los aparejos de las bestias, los cordelillos de las cinchas, el grano de las trojes…, y todo lo que viniese bien en sus correrías.

La gatera era dos formas: circular o cuadrada. La que había en casa de mi abuela, y dejaba entrar a los gatos al granero era redonda como una luna llena pero sin luz, como el brocal del pozo al que teníamos prohibido acercarnos o como el círculo de la era en la que el rulo trituraba la mies para hacerla paja o granza.

Las gateras tenían siempre un misterio especial. Daban a un más allá al que los niños no nos gustaba ir por mor de ese miedo que tienen todos los niños a la oscuridad y a la noche y porque se hacían más penetrantes, más agudos y más largos los aullidos tristes de los autillos.

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