Aquella tarde te vi. Te vi como si me estuvieses esperándo
desde siempre y yo te andaba buscando casi sin saberlo. Eras como la brisa que
viene del mar; como las olas de nácar que dicen que se paraban en la arena. No
te lo creas. No es cierto. Tú eras una de aquellas olas.
Te vi y me dije: “Es la mía” Era tu talle, tu manera de
andar, tu forma de bambolearte para dejar que se escapase el aire que, entonces,
tomaba más embrujo, más encanto, más… ¿cómo te diría yo? Sí, eso, eso que tú
estás pensando, y a uno, en esa edad tan peligrosa le entraban unas ganas
enormes de bebérselo y cortarlo en seco… Dentro revoloteaban mariposas de todos
los colores
Tenías una manera de mirar.
¡Dios mío, qué manera! Daba igual verte de lejos, desde este lugar donde
apenas se divisan las facciones. Daba igual verte en la media distancia, como
verte en la distancia corta y entonces, ¡ay, entonces, eres más tú! Y te hacías
irresistible
Después te vino el moreno del verano. Moreno de soles como ese
sol que dora los trigos en las lomas de Virote, como el que pone la tez
sensual, voluptuosa, insinuante…y la atracción es algo irresistible y tú te
mostrabas como eres: única. Y, a uno le costaba refrenarse.
Y cuando la noche llegaba y el cielo ya eran puntadas de
estrellas perdidas a las que llamamos luceros, entonces eras un perfume de
biznagas y jazmines y rosas a medio abrir y… Desde aquella tarde de una
primavera en que yo era joven y te lo dije, lo he mantenido: ¡Álora, Álora mía: mira que
yo te quiero!
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