martes, 7 de abril de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La chica de las calas blancas

El barco se hizo a la mar cuando ya la tarde declinaba la luz. Elevó ancla; soltó amarras. Un rotor giró y adujo la maroma. El motor hacía mucho ruido por el sobreesfuerzo. Eran sonidos acompasados. Todo se cumplía.  Se separó de las bitas. Primero la popa; luego, la proa.

Viró sobre sí; se hizo a navegar. En el estribor se leía con grandes caracteres. “Mis dos calas blancas”. Pasó junto a otros barcos. Los otros barcos tenían apagadas las velas. Algunos marineros tensaban los cables. Otros hombres faenaban en sus cosas.

Traspasó la bocana del puerto. Los árboles del parque se hacían más pequeños; luego se perdieron; los edificios construidos para atraer a los turistas de los cruceros, también. Ya no se veía la torre de la catedral  ni Gibralfaro ni los montes que en la lejanía eran de color violeta…

“Mis dos calas blancas” hacía un rato que estaba en alta mar. La línea de la costa era algo difuso en la lejanía. Desplegó la vela. Rompía las olas. Las sirenas salían a su paso y se decían unas a otras: ahí viene “Mis dos calas blancas”, y se repetían: ahí va “Mis dos calas blancas”…

Roló el viento a poniente. Un puñado de pañolitos blancos festoneaba el mar. Navegó un rato grande. Con el movimiento, las olas se estrellaban contra sus costados y salpicaban gotas saladas sobre el letrero que informaba a los delfines de su nombre.

Viró, otra vez sobre sí, como cuando la tarde declinaba la luz y se hizo a la mar y ahora puso rumbo a puerto. Y, entonces, el sol: rojo, anaranjado, rosáceo, como ya no tenía nada que hacer, se hundió en las aguas profundas.

En el malecón del puerto alguien dijo: “¿veis, allá, a lo lejos? Se confunde con el horizonte. Es el “Mis dos calas blancas”. Vuelve. Vienen sobrevolándolo las gaviotas y las espumas de nácar le abren paso.


El hombre, que esperaba como siempre, se acercó al borde del muelle. Vio cómo traía desplegada la vela grande y blanca y el lunar rojo en medio. Bajaron una escalerilla. Entonces el hombre subió. Como cada atardecer, dejó sobre los labios de la chica un beso suave y dulce como si fuese un sueño y, en sus manos, un cestillo con dos calas blancas.

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